Título original en catalán:
TOTS ELS CONTES
de Apel.les Mestres (escritos en 1876-77)
Título (Colección):
CUATRO GATOS
EN LA BIBLIOTECA DE SANTA LUCÍA
Título (Volumen 2):
SELECCIÓN DE CUENTOS
DE APEL.LES MESTRES (1854-1936)
Traducción de:
© JESÚS MORET Y FERRER, 2001
Hecho el Depósito de Ley.
DEPÓSITO LEGAL: lf04120018002.B (Volumen 2)
lf04120018002 (Colección)
ISBN: 980-328-772-9 (Volumen 2)
980-328-770-2 (Colección)
Volumen 2 – No.2 – “Policromías”
Portada: “Floreros”
fotografía por: Jesús Moret y Ferrer
en el mercado principal de Mérida.
Edición del Traductor.
Derechos reservados.
Queda prohibida se reproducción.
Colección
CUATRO GATOS
EN LA BIBLIOTECA DE SANTA LUCÍA
Volumen 2 – No. 2
Selección de Cuentos de
Apel.les Mestres (1854-1936)
* * *
POLICROMÍAS
Primera Parte:
Lluvia de Estrellas
LA Sinfonía del Silencio
El Viento
Premio al Mérito
Traducción de
JESÚS MORET Y FERRER
* * *
Miembro de la
ASOCIACIÓN DE ESCRITORES DE CARABOBO
(AESCA)
San Diego de Alcalá
Carabobo, Venezuela
Octubre-Diciembre 2001
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POLICROMÍAS
(DE TOTS COLORS)
Selección de cuentos.
Escritos en catalán, en 1876-77
por
Apel.les Mestres
Traducción de:
JESÚS MORET Y FERRER
* * *
LLUVIA DE ESTRELLAS
I
Cabalgando sobre una libélula en rápido y silencioso vuelo, Silfo atravesó el río, casi a flor de agua y, dando un par de vueltas sobre la pradera, finalmente aterrizó al pie de un lirio – cerrado aún a tan temprana hora de la mañana.
- ¡Tun; tún! – tocó discretamente en uno de sus pétalos.
- ¿Quién es? – preguntó desde adentro una vocecita adormecida.
- Abre; soy yo – respondió Silfo.
El lirio se entreabrió y entre los pétalos apareció la graciosa cabecita de Elfo.
- ¿Qué te trae por aquí tan temprano? – preguntó Elfo sorprendido - Cuando, en el horizonte, una línea rosada señalaba la proximidad del día.
- ¿No sabes qué ha pasado esta noche?
- ¿Qué ha pasado?
- Una cosa extraordinaria, según he escuchado decir: una lluvia de estrellas.
- ¿Eso qué es?
- Es... según parece, que en lugar de llover agua han llovido estrellas y más estrellas.
- ¿Y tú lo has visto?
- No, pero me lo ha contado el Búho, que vive en el álamo más alto al borde del río.
- ¡Ah, bah! Debe ser pura invención suya; una fábula que ha forjado para darse importancia.
- No lo quiero creer; el Búho es un personaje muy formal, incapaz de mentir. Por alguna razón ha debido tomarle por secretario Pal.las Atenea, la diosa de la sabiduría.
- ¿Qué te ha contado, entonces, el Búho?
- Que a eso de medianoche, mientras todos dormíamos, comenzaron a removerse todas las estrellas; como si el cielo se viniese abajo y se las ha visto caer a centenares, a miles... como granizo.
- ¿Y donde han ido a caer?
- Según la opinión del Búho, deben haber caído en el valle que está al otro lado de estas montañas. Y, como ha de ser muy interesante ver de cerca y tocar una estrella, he venido corriendo a buscarte para ir allá; antes de que acudan pastores y segadores... y se las lleven todas. Ya sabes cuan codiciosos son, los hombres.
- Vamos, entonces; pero te advierto que no tengo mucha confianza en las palabras del Búho.
Diciendo esto, salió del lirio, saltando con suma ligereza a la grupa de la libélula; y, pasando un brazo entorno a la cintura de Silfo, emprendieron el vuelo directo a la cima de la montaña y se dejaron caer al valle, donde comenzaban a brillar las primeras gotas de rocío.
II
Ambos jinetes descabalgaron y se pusieron a caminar entre las briznas de hierba.
- Yo no veo señal de desmenuzamiento – exclamó Elfo al rato de caminar -; y me parece que tantos miles de estrellas cayendo del cielo habrían hecho más daño que una granizada.
- No seas impaciente; si que eres desconfiado. Caminemos, que si no es aquí, ha de ser más allá que comencemos a encontrar señales que te convenzan de la certeza de lo ocurrido.
Siguieron caminando, caminando... y, como en ningún lugar aparecía el más leve indicio de aquello que con tanto afán buscaban, las indirectas y burlas de Elfo iban siendo más y más punzantes y mortificantes para Silfo; que, a pesar suyo, comenzaba a sentir cierto temor de haber prestado excesiva credulidad a las palabras del Búho.
El Escorpión, que asomó la cabeza por debajo de la piedra donde vivía, viéndoles tan atareados buscando, les preguntó:
- ¿Se os ha perdido alguna cosa?
- No – respondió Silfo -; andamos buscando estrellas.
- ¿Estrellas, decís?
- Sí; a ver si encontramos alguna de las que han caído la pasada noche.
- ¿Que han caído estrellas? – preguntó el Escorpión con gran extrañeza - ¿Y, de dónde han caído?
- ¡Ahora, mirad que pregunta!, ¿de dónde han de caer las estrellas, sino del cielo?
- ¿Y, dónde han caído?
- ¡Aquí, allá, o más allá!, ¿qué sé yo? ... Por eso las andamos buscando.
El Sapo, que había escuchado esta conversación, tomó parte en ella.
- ¡He estado de guardia toda la noche y me parece que si hubiese sucedido algo de eso que decís me habría enterado!... ¿Quién os ha dado una nueva tan estrafalaria?
- ¡El Búho, que lo ha visto con sus propios ojos! – contestó Silfo.
- ¡Ah, vaya!, ¡sí!, una fantasía de aquel “señor cebollas”, que sueña con los ojos abiertos.
- ¡Mejor dicho, una invención de aquel mentiroso! – añadió el Escorpión.
- ¿Ves lo que te decía? – Exclamó Elfo, riendo y aplaudiendo - ¿Te convences, ahora, de que te has dejado engañar?
- ¡Es un visionario – añadió sentenciosamente el Sapo – que, con sus grandes ojos fijos en la oscuridad, cree ver cosas que forja su fantasía!
- ¡Un mentiroso, un mentiroso! – repitió el Escorpión con menosprecio - ¡Así que caen del cielo, las estrellas! ¡Me parece que están bien clavadas y robladas!
III
A todas estas, resonó un graznido burlón muy semejante a una carcajada; y alzando la cabeza vieron a la Corneja que, recogida en la rama de una encina, enfáticamente les dijo:
- ¿Qué habías de ver tú, Escorpión, que has pasado toda la noche durmiendo bajo tu piedra; ni que habías de ver tú, Sapo glotón, que la has pasado, en vela, es cierto, pero sin levantar los ojos de tierra atento nomás que a los caracoles y babosas que engulles? Si hubieseis pasado, como yo, la noche entera con los ojos clavados en las alturas y escrutando los grandes secretos de la Naturaleza, tendríais derecho a hablar de eso que tan estúpidamente ahora estáis negando.
- ¿De manera – exclamó Silfo – que, en efecto, ha habido lluvia de estrellas?
- Está claro que la ha habido – respondió, con fatuidad, la Corneja.
- ¿Lo ves? – dijo Silfo a su compañero -. ¿Ves que el Búho ha dicho la verdad?
- El Búho – objetó, la Corneja, en tono de desprecio –, habrá contado lo que le habrá parecido bien; aquí la única que, con lujo de detalle, puede contar lo ocurrido, soy yo.
- ¿Y es cierto – preguntó Elfo con curiosidad –, que han caído tantos miles de estrellas como él ha dicho?
- ¡Algunas docenas, diría yo!... Eso es: algunas docenas.
- ¿Quieres callar!...
- ¡Ah!... ¿Y, son muy grandes las estrellas?
- ¡Pse!... Hay de todos tamaños; unas son grandes como avellanas; otras, las mayores, deben ser... cómo te diré?, como melocotones. Por cierto que, una de esas casi me da en la cola; y, si me da en medio de la espalda, ...
- ¿Cómo es, entonces, que no hemos podido encontrar una sola?
- ¡Qué pregunta! ¿No sabes que de día las estrellas no se ven?
- No es eso – interrumpió la Corneja con acento doctoral -. Lo que ha sucedido, es que el ángel que allá arriba cuida de las estrellas, ha bajado a recogerlas.
- ¿Y tu lo has visto?
- Igual que os veo a vosotros. Viste una túnica del color de la noche; por lo cual, solamente es visible por ojos como los míos. Y, tiene unas alas... más o menos como las mías; pero, también, del color de la noche. Entonces bien, este ángel (un poco afligido, porque tal vez ha sido por su descuido que han caído unas cuantas estrellas), ha bajado a recogerlas una a una (que es sabido que las tiene bien contadas) y ha vuelto a clavarlas cada una en su lugar y podréis volverlas a ver hoy, tan pronto se haga de noche.
- Esto está claro como el agua – exclamó Silfo.
- ¡Así queda todo explicado! – agregó Elfo.
- ¡Cuando ella lo dice!... – barboteó el Sapo.
- ¡Así debe ser!... – concluyó el Escorpión, volviendo a su escondrijo.
IV
La Corneja, satisfecha del éxito de su explicación, lanzó un majestuoso graznido y, de un solo golpe de ala, subió a la rama más alta de la encina.
Silfo y Elfo, montando nuevamente en la libélula, partieron a gran velocidad directo al bosque de los Sílfidos para contarles detalladamente todo cuanto había ocurrido la pasada noche, sin dejar de repetir por cada cuatro palabras: “¡Esto lo ha visto la Corneja!”
He aquí como el Búho, por haber dicho modestamente la verdad, pasó a ser un farsante; en cambio, la Corneja, por haber mentido con la mayor desvergüenza, fue considerada como el más veraz de los cronistas.
Estas cosas suelen pasar más de una vez con algunos Búhos y algunas Cornejas.
*
* *
LA SINFONÍA DEL SILENCIO
I
- ¡Ah no, muchas gracias!, ¡muchísimas gracias! – exclamó mi amigo, haciendo una mueca de horror -. ¿Yo, asfixiarme en una atmósfera rarificada y pestilente, para escuchar un puñado de energúmenos (hombres y mujeres), gritando, vociferando, silbando, bramando, en todos los tonos; mientras otro puñado de endemoniados, sentados frente a ellos, soplan desaforadamente en cañones de latón o de madera de diversos tamaños, rascan y pellizcan tripas sujetas a cajas de formas estrafalarias, golpean toda clase de timbales, mechándoos los tímpanos, crispándoos los nervios, masajeándoos el cerebro con sonidos parecidos al que hace la chiquillería, el Sábado Santo, al tocar el Aleluya, soplando, rasguñando, golpeando los utensilios más discordantes y estrepitosos?... ¡Ah, no!, ¡un millón de gracias! ¡Si a eso le llamáis música, si esto es lo que entendéis por música, ya os la regalo!
Después de esta andanada, mi amigo respiró con fuerza; y disponiéndose a partir, añadió:
- El día que quieras escuchar música verdadera, música exquisita y deliciosa, no tienes más que decírmelo y haré que la escuches. ¡Ah! – exclamó, dando un paso atrás -, te advierto: que no ha de costarte un céntimo, ni estás obligado a encerrarte en un recipiente rarificado, ni a encajonarte en una butaca, ni siquiera a cambiarte la corbata; todo lo cual no me parece nada menospreciable.
II
Tantas veces, mi amigo, me había hecho semejante ofrecimiento; que, al fin, un día, me decidí a complacerle.
- Estoy dispuesto – le dije, en tono irónicamente resignado – a escuchar lo que tú llamas música verdadera, exquisita y deliciosa.
- Entonces, ¡sígueme!
- ¿Cuándo?
- Cuando te parezca; ahora mismo, si deseas.
- Estoy a tus órdenes.
Nos lanzamos a la calle. Atravesamos la ciudad, pasando por delante de un teatro, de otro y otro más, sin detenernos; fuimos a las afueras; atravesamos huertos, frutales, campos labrados, eriales, ... ¡Él, caminando!, ¡caminando siempre! Yo, siguiéndolo como un perrito, resignado a todo.
Comenzamos a enfilarnos en la montaña, la bajamos; atravesamos bosques de pinos y robles, escalamos otra montaña más alta que la primera...
El día declinaba. El cielo resplandecía con toda la magnificencia de una puesta de sol admirable; yo comenzaba a sentirme rendido, pero el esplendor y grandiosidad del espectáculo me extasiaba en tal grado, que me hacía olvidar la fatiga producida por tan larga y penosa caminata.
Al llegar a la cima de la montaña y ante la perspectiva de escalar otra, exclamé, parándome en seco:
- ¿Te has vuelto loco o te estás burlando de mí?, ¿Dónde diablos queda tu sala de conciertos o lo que sea?
- Precisamente, acabamos de llegar. Ya estamos. Siéntate, calla y escucha.
Le obedecí, guardando silencio religioso. Al cabo de un buen rato, murmuró fervorosamente a mi oído:
- ¿Escuchas?
- No escucho nada – le respondí en voz muy baja.
Se encogió de hombros con lástima y continuó diciéndome, con tan baja voz que apenas alcanzaba a escucharle:
- Entonces, calla y continúa escuchando.
¿Se estaba burlando de mí? No podía soportarlo. Lo veía a mi lado, inmóvil, estático, sus ojos entrecerrados y en sus labios una sonrisa beatífica; cual si interiormente siguiese el ritmo de una inefable melodía que solamente él podía sentir. De vez en cuando, apenas sin mover los labios, le sentía murmurar, casi imperceptiblemente, con reprimido entusiasmo y fervor de iluminado:
- ¡Sublime! ¡Sublime... Celestial! ¡Divino... Esto es música!
Y, sin moverse en lo absoluto para mirarme, añadió:
- ¿Escuchas?... Es la Sinfonía del Silencio.
Y, era así, en efecto. Súbitamente, acababa de iniciarme en un sublime misterio. Un gozo paradisíaco, hasta entonces jamás sentido, invadía todo mi ser: cuerpo y alma.
Ahora, inmóvil como mi amigo, estático al igual que él, comprendía aquella música silenciosa, la saboreaba, dejaba que me acariciara, me dejaba abrazar y mecer por ella, permitiéndole: penetrarme, embriagarme, transportarme.
¿Quién cantaba allá?... El gran cantante, el gran instrumentista: ¡El Silencio!... Sí; mi amigo bien lo decía; aquello era música que cautivaba, que endulzaba, que adormecía, que calmaba, que curaba, que engrandecía, que sublimaba, que hacía olvidar y perdonar, que sumergía en una voluptuosidad suprema...
III
La noche, había caído completamente; nos envolvía la más absoluta oscuridad. Girando hacía mí, mi compañero me dijo, con acento de inefable melancolía:
- ¡Que armonía!... ¿No es cierto que un hombre no se cansaría nunca de sentirla?... ¡Lástima que sea forzoso volver al mundo, al ruido, a las discordancias!... ¡En fin, no hay más remedio!... ¡Cuando quieras!
Nos levantamos y emprendimos camino cuesta abajo, sin atrevernos a pronunciar una palabra, ávidos de gozar hasta la última nota de aquel silencio tan maravillosamente melódico y de aquella armonía tan maravillosamente silenciosa.
Solamente, llegado el momento de separarnos y estrecharnos efusivamente las manos, mi amigo me dijo:
- ¿Crees ahora, que es posible escuchar música sin necesidad de tener que soportar “dos” de pecho, chillidos, cornetines ni fiscornos, contrabajos ni timbales, bombos ni platillos?... ¿Comprendes ahora, la inmensa, la colosal distancia que hay de la Música al ruido?
Y, como si repentinamente de un sueño despertase, no supe que responder...
*
* *
EL VIENTO
I
Dando una zancada de gigante, el Viento tramontó la serranía, resbaló sobre la llanura y de repente se adentró en la ciudad.
Y, encontrándose allí, se dedicó a toda suerte de extravagancias; que habrían podido tomarse por travesuras de criatura mal educada o arranques de loco furioso.
Comenzó por hacer girar vertiginosamente las veletas de los campanarios, arrancándoles los chirridos más estridentes; continuó, en paseos y avenidas, desprendiendo las hojas de los árboles y apagando los faroles que se defendían heroicamente haciendo las más estrafalarias muecas; y, finalmente, le dio por empujar las puertas, golpear los ventanales, repicar los vidrios y forcejear para arrancar los avisos* de los barberos y otros carteles colgantes en tiendas y balcones.
Obstinado en entrar a las habitaciones de los humanos y encontrándolas todas cerradas, se filtró por las rendijas de las puertas y ventanas. Quiera que no, a fuerza de empujones y violencia, consiguió introducirse en todo lugar haciendo de las suyas: aquí, sopló la llama de la lámpara que velaba al costado de la cama de un enfermo; allá, puso su garra sobre el montón de papeles escritos que un poeta había dejado sobre su mesa de trabajo y, levantándolos uno por uno o de dos en dos, los esparció por tierra obligándoles a bailar una desenfrenada zarabanda.
No obstante, no todas las bromas y picardías del Viento fueron tan inocentes como estas, toda vez que soplando con toda la fuerza de sus monstruosos pulmones por el cañón de una chimenea, arremetió sobre la alfombra del salón las últimas brazas que quedaban y lanzando algunas chispas contra unos cortinajes, provocó un incendio. Por esto he dicho que no todas sus malas acciones parecían travesuras de criatura mal educada, sino que muchas de ellas tenían todas las características de arranques de loco furioso.
Sea lo sea, lo cierto es que con sus resoplidos y rugidos, sus manotazos, saltos y volteretas, despertó y mantuvo despiertos, durante toda la noche a todos los habitantes de la ciudad, más o menos pacíficos, pero que habrían preferido dormir pacíficamente.
II
Al manifestarse en el horizonte la Aurora, como si fuese una madre que viene a regañar a una criatura rebelde o una enfermera que con una mirada aplaca las impetuosidades de un demente, el Viento se retiró avergonzado y fue a asentarse mansamente hacia el mar.
La Aurora, sonrió plácidamente y, separando los cortinajes de niebla que velaban discretamente el horizonte, dio paso al Sol.
- ¿Qué es esto? – exclamó con indignación el astro-rey paseando sus rutilantes miradas por encima de la ciudad -. ¡Aquel endemoniado ya ha hecho de las suyas!
Y, descubriendo al autor de tanta fechoría, abatido entre el roquedal de una isla, cansado, reventado, jadeante, le gritó con ira:
- ¡Y bien!: ¿estás satisfecho de tu obra, grandísimo salvaje? Ramas astilladas, vidrios hechos migajas, persianas arrancadas, papeles revueltos y desgarrados, montón de hojarasca, tejas fuera de conjunto, una gruesa capa de polvo y toda clase de detritus cubriéndolo todo... ¿A qué se debe todo esto? ¿A qué se debe? ¿Qué has ganado con todo este estropicio?
El malhechor, se excusó toscamente, invocando su misión de sanear la atmósfera de las ciudades impregnada de gérmenes de las más terribles enfermedades, olores malsanos, de gases irrespirables...
El Sol, le lanzó una mirada de desprecio y sin dignarse a añadir una sola palabra, prosiguió majestuosamente su luminosa ruta.
III
Habían transcurrido tres meses. El Viento, que dormía como un bienaventurado en un repliegue de montaña se despertó perezosamente, se restregó los ojos, estiró los brazos, se incorporó y extendió su mirada allí y allá, lejos, bien lejos, hasta el horizonte... y, ¿qué es lo que veían sus azorados ojos?
Sobre su testa, con todo esplendor, reinaba el Sol meridiano. Los campos estaban materialmente chamuscados: trigales esqueléticos declinaban tristemente sus cabezas resecas; los árboles frutales, requemados por el Sol, habían dejado caer toda la flor – arca maravillosa que debía proveer el fruto otoñal -; los rebaños balaban dolorosamente por los prados, convertidos en yermotes donde no verdeaba ni una brizna de hierba; los pajaritos iban cayendo muertos de hambre y de sed; las fuentes truncadas estaban, secos los arroyaderos y lo que había sido barro era ahora una superficie lisa que se agrietaba y rompía originando “cazoletas”, crepitando como la leña verde puesta al fuego. ¡Todo era muerte y desolación!
El Viento levantó sus ojos al cielo y dirigiéndose al Sol le gritó:
- ¿Y bien: estás contento de tu obra?... ¿A qué se debe todo esto? ¿Qué has ganado con semejante estropicio?... ¡No se escuchan sino quejas y lamentos; un coro de maldiciones se eleva hasta tu trono!... ¡Debes sentirte orgulloso, no es cierto?
- No debo explicaciones a nadie – contestó desdeñosamente el Sol -. Por algo soy Rey.
Y prosiguió, lanzando sobre la desventurada Tierra, haces de rayos abrasadores.
- Déjale quieto, hermano – murmuró la Lluvia, que estaba descansando, no muy lejos del Viento -. ¿No me condenan también a mí cuando inundo los campos y devasto poblados? ¡Y, no obstante, todos me imploran!... Bien dicen los hombres que: ¡Es más difícil ver la viga en el propio ojo que la paja en el ojo del vecino!...
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* Nota del Traductor:
Antiguamente, los llamados “cirujanos barberos” realizaban innumerables actividades: leían y contestaban cartas, eran “saca-muelas”, blanqueaban los dientes con aguafuerte y, además, practicaban sangrías. Al efecto, pedían al “paciente” que apretara fuertemente un poste; para hinchar las venas y facilitar la operación.
Para disimular las manchas de sangre, pintaban de rojo el poste; que, a manera de anuncio, se ubicaba a la entrada de la tienda envuelto con gasas blancas (de las que usaban para vendar los sangrados brazos). Desde entonces, este poste rojo y blanco, fue adoptado como símbolo del gremio: anuncio que podemos ver, en ocasiones girando, en algunas barberías.
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Premio al Mérito
I
Cuando el rey del país de los Gigantes creyó llegada la hora de pensar en buscar marido a su hija, deseando que su futuro yerno fuere digno heredero de una corona que tanto él como sus antepasados habían hecho la más temida y respetada, mandó a emitir unos llamados, mediante los cuales convocaba a sus súbditos a tomar parte en un concurso; cuyo premio sería, la mano de su hija, la princesa: premio que se concedería a quien llevase a feliz término el más extraordinario acto de fuerza.
(Cabe observar que en el país de los Gigantes la fuerza lo es todo; siendo realidad, que esto también suele suceder, en otros países que no son de Gigantes).
II
El día señalado para la prueba, se presentaron al palacio del rey tres pretendientes. Eran tres muchachotes altos como torres, fornidos como robles y dotados de una belleza casi divina. A cada paso que daban, la tierra temblaba bajo sus pies.
El rey, los recibió con las mayores muestras de admiración y entusiasmo – entusiasmo y admiración que compartió con él todo el pueblo congregado en torno al palacio -. Los hizo sentar a su mesa y levantó la copa a la salud del futuro vencedor; respondiendo ellos a sus palabras, levantando sus respectivas copas a la salud de la princesa.
El festín fue digno, en todo y por todo, del anfitrión y de sus huéspedes; prolongándose hasta altas horas de la noche. Cuando las mesas fueron retiradas, la luna llena resplandecía en lo más alto del firmamento.
- ¡Espléndida luna! – exclamó el rey.
- ¡Y, si está alta! – añadió la princesa - ¿Quién pudiese alcanzarle!...
El primer pretendiente sonrió y dijo desdeñosamente:
- ¿La veis?... Miradla bien, entonces.
Luego, tomando del suelo un terrón humedecido por el rocío de la noche y amasándolo en su inmensa mano, añadió:
- ¡Mirad bien!
Y, con toda la fuerza de su brazo, lanzó la gleba, que desapareció en el espacio. Y, al cabo de breves instantes: ¡Chiap!, se aplastó en plena cara de la luna. ¡Qué “lagartijada”!
Todo el mundo aplaudió frenéticamente y, la princesa, enrojeciendo como una amapola, saludó al héroe con una exquisita sonrisa. El pretendiente, como quien nada hubiese hecho, se inclinó respetuoso y volvió a sentarse, paseando por encima de la multitud una mirada arrogante, que parecía decir: “- ¡Así, se hace eso!”
III
- ¡Eso, nada! – dijo con desprecio el segundo de los pretendientes -. ¡Si os contenta poca cosa!... ¿Veis, allá arriba, aquella estrella tan brillante; que está mil millones de veces más lejos que la luna? Entonces, ¡miradla bien!
Y, tomó un guijarro que lanzó hacia la estrella.
El guijarro partió silbando y, de inmediato, se perdió de vista. Al cabo de breves instantes la estrella estallaba, convertida en mil chispas, desapareciendo para siempre.
De repente, creció el frenesí; el entusiasmo fue delirante. El propio rey, no pudo abstenerse de aplaudir y, la princesa, enrojeciendo aún más que antes, saludó al héroe con una graciosa y profunda reverencia.
IV
El tercer pretendiente, lanzó una carcajada homérica, exclamando con insolencia:
- ¡Pero si, todo esto, son juegos de niños! ¡Parece que no hubieseis visto jamás algo que valga la pena!... ¡Atención!
Súbitamente, le rodeó un solemne silencio; todos los ojos se clavaron en él, con estupor.
- ¿Veis, allá abajo, en aquella esquinita del cielo; tan lejos como la vista puede alcanzar? ¿Veis dos estrellas tan pequeñas que apenas se vislumbran y tan cercanas, entre si, que parecen tocarse?... Entonces bien, este guijarro pasará entremedio de las dos; sin tocar la una ni la otra.
Hizo dar al brazo tres o cuatro vueltas vertiginosas y lanzó el guijarro con tanta furia que no alcanzó a verse. La expectación era inmensa; no se sentía ni el vuelo de una mosca; todo el mundo aguantaba la respiración.
Al cabo de un rato, el héroe gritó con aire triunfal:
- ¡Ya ha pasado! ¡Y, mirad, ninguna de las dos estrellas ni siquiera ha parpadeado!... ¿A dónde ha ido a parar, solamente Dios lo sabe; si no es que aún corre, que yo pienso tiene para rato!
Aquello ya no fue frenesí, sino delirio, furiosa locura: ¡Aclamaciones y aplausos eran ensordecedores! El rey, trémulo de emoción, se levantó para abrazar al héroe y colocó en su hercúlea mano la delicada mano de la princesa, quien no pudo sino barbotear estas palabras:
- Os felicito... y me felicito.
Y, en el mismo lugar, fue proclamado el más forzudo y el más habilidoso de los gigantes; sin que nadie más se atreviese, desde aquel instante, a medirse con él. Su maravillosa proeza quedó en la memoria y en las lenguas de todos aquellos que habían tenido la inmensa fortuna de presenciarla; y, más tarde, inspiró los más grandes poemas y su efigie fue esculpida en mármol y fundida en bronce.
Únicamente, un sabio se atrevió a murmurar – pero, a solas y para si mismo:
- ¡Cuando todo el mundo lo dice, habrá de ser así...; pero, en honor a la verdad, yo no vi que lanzase la piedra!...
¿Cómo podía haberlo visto, ni él ni nadie, si el grandísimo pícaro se la guardó en la mano en lugar de lanzarla?
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Como he dicho, esto pasó en el país de los Gigantes; y, hay quien afirma que: a veces, también pasa en otros países.
Yo, no lo dudo; lo mismo hay que pagar para creerlo como para no creerlo.
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Apel.les Mestres
(Barcelona, 1854-1936)
Escritor y dibujante catalán.
Discípulo de Lorenzale y Martí Alsina, ilustró con sus dibujos, magníficamente y cultivando diversos géneros, una considerable colección de libros clásicos y modernos, entre los cuales destacan los Episodios nacionales de Pérez Galdós y el libro folclórico Tradicions (1895). Colaboró en esta vertiente en publicaciones como La Campana de Gràcia, El Globo, El Liberal, L’Esquella de la Torratxa, La Publicidad, etc. Alternó esta ocupación con la de escritor y poeta.
En 1875 publicó su primer volumen de versos, Avant!, y con las Fábules obtuvo al año siguiente el premio extraordinario del consistorio de los Juegos Florales. En esta labor poética fue un pre-modernista, y su actitud se situó entre el naturalismo y cierto romanticismo de corte nórdico; presentando nuevos intereses - entre el escepticismo y el realismo -, posteriormente desarrollados en toda su abundante producción.
De su obra en verso destacan Microcosmos (1876), Balades (1889), Cançons íntimes (1889), La garba (1891), Odes serenes (1893), Epigrames (1894), Idil.lis (1899-1900), Pom de cançons (1907), Semprevives (1922) y Darreras balades (1926). Sus poemas de espontaneidad emocional y lenguaje normal, sin arcaísmos, son cantos al pasado, a la juventud y al amor. De sus poemas narrativos, el más representativo es Liliana (1907).
De índole perdurable, es su colección de canciones; recogidas de la tradición popular, todas aptas para musicalizar.
Aunque perteneció a la generación “floralista” - fue proclamado “Maestro en el Arte de la Poesía” (1908) -, se insertó en la corriente modernista formando parte del grupo “L’Avenç” y fue redactor de “Catalunya Artística” (1899-1902), semanario de literatura, artes y teatro.
En la lírica, hay que citar también, su traducción del Intermezzo de Heine (1895) y la antología Poesia xinesa (1925), obra de pionero.
Como prosista cultivó la biografía, el género autobiográfico (Records i fantasies, 1906 e Història viscuda, 1929), el cuento infantil y popular reelaborado (La perera, 1908 y L’espasa, 1917).
Más tardía es su producción dramática (con la colaboración de músicos como E. Morera y E. Granados), que inició en 1901 con el estreno de La Rosons y Picarol, piezas breves afiliadas al modernismo y al cultivo de lo popular. Esta inspiración alcanzó su punto culminante en la versión teatral del poema Liliana (1911) y en La rondalla d’amor (1910). En su teatro poético, caracterizado por la fantasía y la preferencia otorgada a temas marinos, sobresalen Nit de Reis (1905), L’avi (1909), La Rosons (1915), La barca dels afligits (1916) y La barca vella (1927).
Otras piezas importantes son Gaziel (1906), La presentalla (1908), Els sense cor (1909), L’estiuet de Sant Martí y Niu d’àligues (1917).
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Biografía de referencia:
MESTRES, Apel.les – pàgina 2219
SALVAT 4 CATALÀ diccionari enciclopedic
(SALVAT EDITORES S.A., Barcelona, 1968).
Colección
CUATRO GATOS
EN LA BIBLIOTECA DE SANTA LUCÍA ®
Volumen 1:
LA CHICA DEL PATIO AZUL (1903)
Volumen 2:
SELECCIÓN DE CUENTOS
DE APEL.LES MESTRES (1854-1936)
Traducciones de:
© JESÚS MORET Y FERRER, 2001
Hecho el Depósito de Ley.
DEPÓSITO LEGAL: lf04120018002.A (Volumen 1)
lf04120018002.B (Volumen 2)
lf04120018002 (Colección)
ISBN: 980-328-771-0 (Volumen 1)
980-328-772-9 (Volumen 2)
980-328-770-2 (Colección)
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Edición del traductor.
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Edición, Redacción, Producción, Fotografía, Impresión y Versión para Internet por:
Jesús Moret y Ferrer, San Diego, Carabobo, Venezuela.
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