Título original en catalán:
TOTS ELS CONTES
de Apel.les Mestres (escritos en 1876-77)
Título (Colección):
TOTS ELS CONTES
de Apel.les Mestres (escritos en 1876-77)
Título (Colección):
CUATRO GATOS
EN LA BIBLIOTECA DE SANTA LUCÍA
Título (Volumen 2):
SELECCIÓN DE CUENTOS
Título (Volumen 2):
SELECCIÓN DE CUENTOS
DE APEL.LES MESTRES (1854-1936)
Traducción de:
© JESÚS MORET Y FERRER, 2001
Hecho el Depósito de Ley.
DEPÓSITO LEGAL: lf04120018002.B (Volumen 2)
lf04120018002 (Colección)
ISBN: 980-328-772-9 (Volumen 2)
980-328-770-2 (Colección)
Volumen 2 – No.3 – “Noches legendarias”
Portada: “Árbol de Navidad”
fotografía por: Jesús Moret y Ferrer;
en Agua Blanca.
Edición del Traductor.
Derechos reservados.
Queda prohibida se reproducción.
Colección
Traducción de:
© JESÚS MORET Y FERRER, 2001
Hecho el Depósito de Ley.
DEPÓSITO LEGAL: lf04120018002.B (Volumen 2)
lf04120018002 (Colección)
ISBN: 980-328-772-9 (Volumen 2)
980-328-770-2 (Colección)
Volumen 2 – No.3 – “Noches legendarias”
Portada: “Árbol de Navidad”
fotografía por: Jesús Moret y Ferrer;
en Agua Blanca.
Edición del Traductor.
Derechos reservados.
Queda prohibida se reproducción.
Colección
CUATRO GATOS
EN LA BIBLIOTECA DE SANTA LUCÍA
Volumen 2
Selección de Cuentos de
Apel.les Mestres (1854-1936)
* * *
Noches Legendarias
Primera Parte:
Noche de Reyes
Noche del Martes de Carnaval
Traducción de
JESÚS MORET Y FERRER
* * *
Miembro de la
ASOCIACIÓN DE ESCRITORES DE CARABOBO
(AESCA)
San Diego de Alcalá
Carabobo, Venezuela
Diciembre del 2001
Volumen 2
Selección de Cuentos de
Apel.les Mestres (1854-1936)
* * *
Noches Legendarias
Primera Parte:
Noche de Reyes
Noche del Martes de Carnaval
Traducción de
JESÚS MORET Y FERRER
* * *
Miembro de la
ASOCIACIÓN DE ESCRITORES DE CARABOBO
(AESCA)
San Diego de Alcalá
Carabobo, Venezuela
Diciembre del 2001
-
-
Noches Legendarias
(Nits de Llegenda)
Selección de cuentos.
Escritos en catalán, en 1876-77, por
Apel.les Mestres
Traducción de:
JESÚS MORET Y FERRER
* * *
Noche de Reyes
I
Si el invierno había sido crudo, bien podía decirse que aquella noche – precisamente, noche de Epifanía – era la más cruda de todo el invierno.
A la entrada del bosque la cabaña solitaria del pobre lugareño, cubierta bajo la pesada capa de nieve, parecía hacer fuerzas de flaqueza para levantar la endeble chimenea que fumaba penosamente a través de los copos de nieve que se empujaban insistentemente.
Cerca del fuego, el lugareño y su mujer contemplaban con ojos somnolientos el caldero donde se cocían, murmurando de mal humor, los puches que constituirían su amarga cena.
El frío, que se filtraba por todas las rendijas, y los lastimosos aullidos del viento tramontano, que fueteaba los árboles y hacía temblar la cabaña, entristecían aún más el pensamiento de aquellos dos infelices.
De repente, fue roto el silencio reinante en el interior de la cabaña – silencio más de tumba que de casa habitada – un toque dado con fuerza a la puerta, seguido de un voz que decía:
- ¡Ave María purísima! ¡Abrid por el amor de Dios!
¿Quién podía tocar tan a deshora?... El lugareño y su mujer se miraron sobresaltados.
- Que Dios lo ampare – refunfuño la mujer -. Seguramente, se trata de algún malhechor que no debe traer muy buenas intenciones.
- Bien mentecato habrá de ser, para venir a tocar a la puerta de unos miserables como nosotros. Es más probable que se trate de un pobre hombre o, bien, de algún viandante que se habrá perdido en el bosque. Sería pecado no darle cobijo en una noche como esta.
Se levantó y dirigió a la puerta, la cual abrió con cierto recelo.
II
¡Virgen Santa! Un, dos, tres personajes ricamente vestidos de terciopelo y seda de magníficos colores, ceñidas sus testas por singulares coronas de oro, entraron en la cabaña, soplándose los dedos de las manos y golpeando contra el suelo los pies.
- ¡Santa noche, buena gente! – alzó la voz, con jovial cordialidad, el más barbudo de los tres Reyes -. A ver si nos dejáis calentar en este fueguito y nos dais un bocado de cualquier cosa que nos caliente el estómago. Venimos congelados de pies y manos y chasqueando de dientes. ¡Vaya noche para andar por el mundo!
Y, sentándose con exquisita franqueza en el grasiento escaño, estiró las piernas hasta, materialmente, meter los pies en el rescoldo y se restregó las manos con complacencia.
Sus dos compañeros – un viejito campechano y un negro que cada vez que reía mostraba dos hileras de dientes más blancos que la misma nieve – siguieron su ejemplo.
El lugareño y su mujer se estregaban sus ojos, para asegurarse que los tenían bien abiertos; dudaban si soñaban o estaban despiertos y sus miradas, aturdidas, iban de uno a otro y de sus huéspedes al caldero de los puches.
- Señores Reyes, o lo que seáis – barboteó, al fin, el buen hombre -. Es, para nosotros, un gran honor tener... la dicha de hospedaros. Pero, somos tan pobres que apenas podemos ofreceros un insignificante plato de puches, y poco; porque, lo que se cuece para dos, no puede llenar el estómago a tres.
- ¡Ah, ah! ¿Puches decís? Vengan los puches entonces; que apuesto, han de ser un riquísimo manjar – exclamó, riendo, el barbudo Rey.
Y, volteando hacia sus compañeros, preguntó:
- ¿Te gustan los puches, Gaspar?
- No los he probado en mi vida.
- ¿Y a ti, Baltasar?
- No sé que cosa son.
- Tampoco yo; pero, ahora lo sabremos. No dudo que será cosa de lamerse los dedos.
Y bien, desbordando en elogios, felicitando calurosamente, entre cucharada y cucharada, a tan buena cocinera; en sencillos platos negros devoraron, los tres Reyes, sus respectivas y limitadas raciones.
- Señores, no os burléis de unos pobrecitos – dijo ésta -, que pobres somos y de solemnidad; pero creed que a buenos sentimientos no hay cristiano que nos gane, porque os juro que si en lugar de ser unos miserables habitantes del bosque como somos, fuésemos unos hacendados, no serían puches lo que os daríamos: serían perdices, liebres y capones.
Los Reyes daban muestras de escuchar muy complacidos tan buenas razones, alentando con esto al lugareño, que añadió:
- Y, no os figuréis que decimos esto por vuestras señorías, que, como Reyes que sois, os lo merecéis todo, sino por cualquier otro huésped, fuese quien fuese, que llamase a nuestra puerta; que si fuésemos ricos no habría quien conociese la miseria, ni de vista, en cien leguas a la redonda. Entonces, ¿para qué quisiera yo riqueza sino para compartirla con los demás, vestir al desnudo, dar comida a quienes padecieran hambre, socorrer al desvalido y, en fin, asistir toda clase de miserias y necesidades?
- Te felicito por los buenos sentimientos que demuestras y que te enaltecen ante nuestros ojos. ¡Tienes un corazón de ángel! Nuestro Señor, que tiene muy en cuenta las buenas intenciones, sabrá recompensar las vuestras como os merecéis... ¡Pero, levantémonos compañeros! Si queremos llegar allá arriba, antes no se haga de día, es hora de reemprender nuestro camino.
- No obstante – objetó, bondadosamente, el más viejito de los tres Reyes -, no estaría bien que nos fuésemos sin pagar de una u otra manera, a esta buena gente, la cordial acogida que nos ha dispensado.
- Es cierto, no lo había pensado. ¿Traes alguna cosa, Gaspar?
- Ni una punta de aguja.
- ¿Y tú, Baltasar?
- ¡Ni así!
- ¡Ni yo; pero, que diantre! ...
Y, dirigiéndose a la puerta, gritó:
- ¡Efraín!
Quien parecía el capataz de todo el servicio, que se había quedado afuera cuidando camellos, caballos, mulas y pollinos, apareció al umbral de la puerta.
- ¿Ha quedado alguna cosa?
- Nada, señor. Nos hemos quedado cortos, como todos los años. Como de costumbre, nos han faltado juguetes para los niños pobres.
- ¡Mira bien, Efraín, mira bien! Recuerda lo que dijo el Maestro: “Busca, y encontrarás”.
El mayordomo se retiró y volvió al cabo de un rato, trayendo en la mano un objeto que ni se atrevía a presentar.
- Tanto que he buscado y no he podido encontrar nada más que esto, al fondo de una caja: un agrietado caramillo.
Y, lo ofreció al lugareño, que no pudo disimular una mueca de despecho.
- Gracias señor; pero, no tengo chiquillos.
- No importa: tómalo.
- ¿Qué queréis que haga? ¡Ni yo sé tocar el caramillo, ni que supiese me serviría de nada; porque creed, que cuando me he afanado astillando, desde que aclara hasta que oscurece, el cuerpo me pide cama, más no me pide hacer música!
- Tómalo, vuelvo a decirte. No seas tozudo.
- Es que... No quisiera que os ofendieseis, pero...
- Escucha, con atención, lo que voy a decirte. Cada vez que hagas sonar este caramillo, verás cumplirse lo que desees. Pero, eso sí, debo advertirte una cosa que has de tener muy presente: hazlo sonar moderadamente, ¿escuchas?
- ¡Con mucha moderación! – dijo misteriosamente el Rey viejito.
- ¡Con muchísima moderación! – recalcó el Rey negro.
- Porque – añadió, con acento solemne, el Rey barbudo – la música en exceso puede estropear los buenos sentimientos. Dios esté con vosotros.
III
Había pasado un buen rato desde los huéspedes reales habían salido del tabuco del lugareño y, éste, continuaba aún hecho una estatua de piedra, con el caramillo en la mano. Su mujer, la primera en recuperarse de la sorpresa, se le acercó preguntándole:
- ¿Qué es lo que piensas, Silvestre?
- Que estos farsantes, después de engullirse nuestra cena, se han burlado de nosotros.
- ¿Quién sabe!
- Me dan ganas de echar al fuego este trasto.
- ¿Por qué habrían de burlarse de unos pobretes que tan generosamente han compartido con ellos toda su pobreza?
- Porque así es el mundo y así son los hombres.
- ¡Oh, pero los Reyes... ?
- ¿Qué, por ventura, no son unos hombres como los otros!
- No seas tan malpensado... ¿No has escuchado lo que ha dicho el más barbudo? Que cada vez que hagas sonar este caramillo verás cumplirse lo que desees. ¿Entonces, por qué no pruebas?
- Parece mentira que, a tu edad, seas tan inocente. ¿Tú, has creído eso?
- ¿Y, si fuese verdad?... veamos: ahora, no te vendría bien...; digamos, un pollo asado? ¡Anda, hombre, no seas tozudo; desea y sopla!
- Nomás para que te hagas un nudo en la lengua y te convenzas que sé lo que digo.
Silvestre, llevó el caramillo a sus labios y sopló casi con rabia. Pero, ¡oh, sorpresa! Habiendo salido del caramillo la primera nota, ya humeaba sobre la mesa, perfumando toda la cocina, un pollo magnífico, asado al punto, relleno de trufas, rodeado de frescas y rizadas hojas de escarola.
A Silvestre, se le cayó el caramillo de las manos; su mujer, aplaudiendo, saltaba como si hubiese perdido el sentido. Reían y lloraban al mismo tiempo, se abrazaban, se besaban, se golpeaban y arrancaban los cabellos, como si les hubiera ocurrido una gran desgracia. ¡No les fue fácil recuperarse y recobrar el juicio! Y, luego de dar vueltas y más vueltas al pollo, acabaron a la mesa, dispuestos a no dejar ni los huesos.
- Escucha, escucha Silvestre – le dijo, de repente, su mujer -; sabes que no hay ni una migaja de pan en casa...
- ¡No, eh? Entonces, espérate.
Y, haciendo sonar nuevamente el caramillo, vieron aparecer sobre la mesa un pan doradito; que desprendía un olor angelical. La sorpresa no fue tan grande como al principio, pero la alegría fue la misma.
¡Comían... y, comían!... ¡Virgen Santa, que manera de comer! ¡Parecía que no hubiesen probado nada en todo aquel invierno!
- Ponte la mano en el pecho, Silvestre – exclamó la mujer -; ¿no te parece que nuestro vinito, si es que a eso puede llamársele vinito, es indigno de remojar tan celestial manjar?
- ¡Caramba, es cierto! ¡Mira que, ...en todo atinas!
Y, al son del caramillo, vieron sobre la mesa una garrafa de finísimo cristal, llena de un vino tan exquisito como nunca habían probado aquellos infelices; ¿qué digo, probado, ni soñado tampoco!
IV
- ¡Silvestre, se me ocurre una cosa! – dijo sentenciosamente la lugareña, tan pronto terminaron de comer.
- Cuando a ti se te ocurre, debe ser algo bueno; porque, veo que, no tienes más que buenas ideas.
- ¿Te parece decente que dos personas que acaban de cenar, como hemos cenado nosotros, vayan a dormir sobre un jergón que, más que de paja, parece lleno de mazorcas! ¡Anda...! ¡que si tuvieses, como los señores, una buena cama con colchón de blanda lana y sábanas de hilo... me parece que no te quejarías tanto!
- ¡Claro que sí! ... ¡Tienes mucha razón! – respondió Silvestre, rascándose el cogote – Pero..., pero...
- ¿Pero qué?
- Pero, no me atrevo.
- ¿No te atreves a qué, mentecato! ¿Quién te ha dicho: “soplarás tantas veces y no más”?
- Todo lo que quieras, pero no me atrevo a pedir más; tengo miedo de abusar. Recuerdo, que los señores Reyes, me recomendaron hacer sonar el caramillo con mucha moderación...
- Pero, esto, no es abusar.
- ¡Con muchísima moderación... !
- ¡Válgame la pureza de María, si que eres paniego! ¿Por un toque más o menos, crees tu que los Reyes vayan a decir algo?
- Entonces, ¿y la moderación que tanto me han recomendado?
- ¡Eres un alma de botijo! ¡Si en lugar de darte a ti, el caramillo, me lo hubiesen dado a mi; te juro que a estas horas, otro gallo cantaría! ... ¡parece que no aprecias el tesoro que tienes en las manos!
- Hágase tu santa voluntad, ángel o demonio, que no hay quien te resista.
Tocó una vez más. Y, como por arte de magia, el jergonzote se transformó en una suntuosa cama de blandísimo colchón y sábanas de blanco y finísimo algodón – como las que tienen “los señores” -, conforme la había deseado; y, marido y mujer, se acostaron con tanta voluptuosidad que apenas pudieron conciliar el sueño en toda la noche, por la falta de costumbre de dormir tan planos y tan blandos.
V
Por la mañana del siguiente día, la primera idea que se le ocurrió a la lugareña, al despertarse; fue que la cabaña, donde vivían, parecía más bien un corral de gorrinos y no la habitación de personas que disponían de tan buena mesa. Y, haciendo que su marido encontrará muy justa esta observación, logró que él comenzara el día soplando el caramillo; gracias a lo cual, la cabaña quedó transformada en una casita, muy bonita, nueva y flamante, como más de cuatro señores envidiarían.
Fueron a vestirse y, avergonzados de los harapos que constituían su ordinaria vestimenta, los cambiaron por vestidos señoriales; como correspondía a gente que podía darse todos los gustos.
De deseo en deseo, y de satisfacción en satisfacción, puede bien decirse que: el caramillo no paraba de sonar en todo el santo día; de manera que, al cabo de no muchos más, los harapos se habían convertido en riquísimos vestidos cortesanos, con bordados de plata, oro y pedrería; la vajilla, de fina loza, se había transformado en oro macizo; la risueña casita, en un suntuoso y descomunal palacio; el vecino bosque, se había convertido en un vastísimo parque, adornado con las más estrafalarias extravagancias que pudiese imaginar la fantasía de un loco – es decir, de dos locos -. Todo aquello estaba lleno, a rebosar, de una turbamulta de criados con libreas de colores chillones, camareros lujosamente acicalados, cocineros, auxiliares de cocina y lavaplatos, cocheros, palafreneros y postillones, guardias, pajes, jardineros, ministriles y bufones.
VI
Y, así, de extravagancia en extravagancia, transcurrió un año en un abrir y cerrar de ojos; y volvió la noche de Epifanía.
A la mujer del antiguo lugareño – que, según ella, no tenía nada de desmemoriada ni de ingrata – le pareció, cosa obligada, celebrar de una manera digna y solemne una noche tan señalada y organizó una fiesta de gran pompa y gala, a la cual invitó al Rey y a la Reina, por el gozo de verles embelesarse ante su riqueza y magnificencia. Tan acostumbrados estaban a que todo lo que deseaban se cumpliese, con un solo toque de caramillo, que este asunto les pareció lo más natural del mundo. Como, en efecto, lo fue.
Los soberanos, agradecidos o no, comparecieron a la fiesta con toda la Corte. ¡Qué animación! ¡Qué abundancia de luces y flores, música y perfumes, rebuscados y exquisitos manjares, bebidas dignas de los mismísimos ángeles! ... En lo mejor de la fiesta, en el preciso instante en que el Rey felicitaba personalmente – con mal disimulada envidia – a Don Silvestre, por su lujo extraordinario mil veces superior al de la Corte, arribaron hasta el salón, dominando el bullicio que allí reinaba; voces destempladas, gritos desaforados, imprecaciones y amenazas, confundiéndose todo esto con el ruido de puertas que se abrían y cerraban estrepitosamente y de cosas que se desmenuzaban al caer. Al mismo tiempo, el intendente del palacio atravesaba el inmenso salón, corriendo como ánima en pena, azorado, trémolo, pálido y sin poder articular palabra.
- ¿Qué hay?, ¿Qué pasa? – le preguntó Silvestre.
- Algo extraño, señor; inverosímil, inexplicable... ¡Si no lo hubiesen visto mis ojos, no lo creería!
- ¡Pero, acaba de una vez! ¿Qué pasa?, ¡te pregunto!
- Pasa que... hay tres pobres, tres andrajosos, tres perdularios que pretenden entrar al salón a la fuerza.
- ¿Pobres? – barboteó Silvestre, extrañado - ¿Qué es eso de pobres?
Como, en todo cuanto iba de año, no había escuchado pronunciar semejante palabra; había terminado por olvidarla totalmente.
- Sí, su señoría, sí – prosiguió, desorientado, el intendente -. Tres muertos de hambre, tres correcaminos; que dicen que han de hablaros y que entrarán quiera o no quiera.
- ¿Y, qué tengo que ver yo con esa pobretería? – exclamó Silvestre, reventando de indignación - ¿Por qué no se les saca a garrotazos?
- ¡No es posible, señor!
- ¿ Y, para que sirven mis guardias?
- ¡Ah, señor! Yo lo he visto, es incomprensible; pero, os juro, que mis ojos lo han visto como ahora os veo a vos: ¡no hay quien les detenga! Se abren paso a puñetazos y ¡hacen rodar por tierra, como muñeco de cartón, a quien se atreve ponérseles delante!
- ¡Sois unos bestias y cobardes! – gritó Silvestre - ¡Dadme paso señores! ¡Yo mismo voy a enseñar a esos piojosos como se sale de mi casa! ...
VII
Silvestre, aún no acababa de pronunciar estas palabras cuando entraron en el salón tres hombres desgarrados; barbudo uno, muy viejito otro y, el tercero, de rostro negro como el carbón.
- ¡Fuera de aquí, roñosos! – rugió Silvestre, al verlos delante.
Los ojos de los tres pobres, relampagueaban con siniestro brillo. El barbudo, majestuosamente plantado ante el antiguo hombre del bosque, le dijo en tono tan solemne que congeló la sangre en las venas de todos los circundantes.
- ¡Eres un imbécil y malvado, Silvestre!
Sus palabras resonaban, fatídicamente, bajo aquellos artesonados techos que parecían tomar resonancias de bóveda de catedral. En todo el palacio, reinaba un silencio mortal; nadie se atrevía a moverse, ni para respirar.
- Silvestre – prosiguió, el pobre, con una vibrante voz -: has olvidado por completo el consejo que te dimos y has abusado desmesuradamente del presente que te hicimos; esto es de imbécil. Pero, hay algo peor que esto. Todos los favores, todos los beneficios que has obtenido, no han sido de provecho a nadie más que a ti; no has pensado más que en ti; en satisfacer tu vanidad y tu egoísmo. ¿A quién has socorrido? ¿Qué buena acción has realizado, cuando tantas podías hacer? ¿Qué miserias has aliviado y qué lágrimas has secado, cuando tantas podías aliviar y secar? La gran facilidad, en satisfacer tus deseos y fantasías, te ha chupado el entendimiento y te ha secado el corazón. No en vano te advertí: “la música en exceso te estropearía los buenos sentimientos”. ¡Y, tal como lo temía, ha sucedido! ... ¡Dame, dame ese caramillo que en mala hora puse en tus manos; no eres digno de poseerlo ni un instante más!
Silvestre, más muerto que vivo, obedeció como un autómata; pareció como si el caramillo se escapara, por si mismo, de sus manos para pasar a las del pobre. Simultáneamente, sonó un formidable trueno, y pobres, invitados, sirvientes, luces, flores, mesas, el palacio, en fin, todo... ¡todo había desaparecido!
VIII
Sólo, Silvestre y su mujer, abatidos al costado del fuego, en un rincón de su mísera cabaña enterrada bajo la nieve, a la entrada del bosque, contemplaban, con ojos somnolientos, el negro caldero donde se cocían los puches que constituirían su amarga cena.
..............................................................................................
¿Habían dormido? ¿Habían soñado? ... ¿Los había sacado de su esplendoroso sueño un formidable trueno, aquel trueno seco que precede a las grandes nevadas! ...
Pensad lo que os parezca; como yo pienso lo que mejor me parece.
* * *
Noche del Martes de Carnaval
I
Cuando, desde lo alto del campanario, cantó la Catedral con doce solemnes campanadas “es medianoche” todos los relojes de la ciudad, como files que responden a la voz del celebrante, repitieron humildemente: “es medianoche”.
Cierto es, que este misterioso aviso, pasó completamente inadvertido a los elegantes disfraces y asquerosas máscaras que en semejante hora bullían por los aristocráticos o burgueses salones, salas de espectáculos, calles y plazas; ya que, los descompasados gritos, los simiescos chillidos, las alocadas rizas, las estridencias de las orquestas y la cacofonía de embriagadas guitarras y epilépticos panderos ahogaban las majestuosas voces de las campanas; lo mismo que, el canto agudo y argentino de los relojes hogareños.
Una sombra, surgida de las tinieblas. atravesó los desiertos callejones que serpenteaban entorno a la Catedral: era una vieja, pálida y delgaducha, rigurosamente vestida de negro. Se detuvo ante las puertas del templo y tocó con los nudos de sus esqueléticos dedos; las puertas se abrieron de par en par y, la vieja, entró silenciosamente en la Catedral sepultada en una oscuridad casi absoluta; sólo, una que otra lámpara brillaba, como ojos somnolientos, con disminuida claridad, al fondo de otra capilla.
La mujer, pálida y enlutada – quien, no era otra que la Cuaresma – se dirigió al pié del campanario y aferrándose con ambas manos a la cuerda que desde lo alto colgaba, recostándose fatigosamente, dejó sentir tres campanadas, que resonaron fatídicamente; y, luego de retomar aliento, a estos tres toques, hizo seguir tres más y, así, de intervalo en intervalo, hizo caer desde lo alto del campanario, como pesadas gotas de plomo, aquellos toques que poseían un no sé que de cántico fúnebre.
Habiendo terminado, la Cuaresma, su llamado a recogimiento y penitencia, se dirigió al altar mayor, donde se arrodilló y, tras besar las losas, comenzó a rogar con murmullo mortecino; sólo, de vez en cuando, se escuchaba el leve tintinear de los grandes rosarios escurriéndose entre sus huesudos dedos y, volvía a no escucharse más que el refunfuñar de aquellos labios resecos, que iban debilitándose, como si la vieja fuese rindiéndose al sueño.
II
Por los callejones desiertos que serpenteaban entorno a la Catedral, sonaban susurros amedrentados y tintineos de cascabel que parecían no querer ser escuchados. En la inmensa oscuridad, destacaron tres sombras que, tal vez al azar, caminaban hacia la catedral.
Una de ellas, iba enfundada en un amplio vestido blanco como un ampo de nieve; la otra, llevaba un vestido ajustado de arriba a bajo, con más colores de los que pudiera ostentar la paleta de un pintor; la tercera, era una mujercita graciosa y gentil, vestida de un rosa pálido y adornada con cintas y cascabeles.
Son las sombras de Pierrot, Arlequín y Colombina.
Al pasar ante las puertas de la Catedral y, viéndolas abiertas de par en par, se detuvieron con desagrado y quedaron dubitativas un instante. Finalmente, Colombina exclamó:
- ¿Entramos?
- ¿Para qué? – murmuró Arlequín.
- No me atrevo – añadió tímidamente Pierrot.
- Atreverse se hace necesario – replicó Colombina.
- Esta no es nuestra casa – replicó el primero.
- Es la de todos – insistió ella.
- ¿Tanto hemos pecado! – suspiró el segundo.
- Precisamente por eso, porque hemos pecado tanto, debemos entrar. ¿No habéis escuchado los llamados al arrepentimiento? Entonces, para entrar a arrepentirnos; y que sean perdonadas nuestras locuras pasadas, es que encontramos abiertas estas puertas.
Y, con gran humildad y recogimiento, entraron en el templo; se dirigieron a una capilla donde una lámpara iluminaba débilmente la imagen de la Virgen, ante la cual doblaron sus rodillas los tres disfraces. Al tintinear de los cascabeles, que al arrodillarse Colombina se agitaron indiscretamente, la Cuaresma volteó para mirar a los intrusos y, luego de barbotear algunas palabras ininteligibles palabras, volvió a sumergirse en sus oraciones.
Colombina, juntó las manos piadosamente y clavó su mirada en la dulce imagen de la Virgen. Dos lágrimas, parecieron brotar de sus ojos y murmuró en voz baja:
- Yo me acuso, Señora, de haber sido voluble, mentirosa, desagradecida y algunas cosas más que en este instante no recuerdo; pero, que Vos sospecháis y adivináis. He respondido, con engaños y traiciones, a la adoración que Pierrot me ha profesado; he aceptado otros amores, sabiendo que mi amor era su vida; habiéndole jurado amor eterno, le abandoné para seguir a Arlequín... de cuyo amor no estaba segura...
- ¡Basta!, ¡basta! – gruñó sordamente la Cuaresma.
La Virgen, romana impasible, repleta de seriedad, con las manos cruzadas sobre el pecho, la mirada en las alturas y una expresión de infinita dulzura en sus labios.
Colombina escondió la cabeza entre las manos. Arlequín como si continuase la confesión comenzada por ella, murmuró:
- Yo, Señora, me acuso de haber sido inconstante, mentiroso, burlón, egoísta, despiadado y sinvergüenza; y quizás, hurgando bien, en el fondo de mi corazón aún encontraría algunos otros gusanitos que se arrastran. Conocedor, como era, del amor de mi amigo Pierrot por Colombina, no vacilé en enamorarla y poner en ridículo el amor de su fiel amante; sabiendo, como él, la amaba locamente...; conociendo que este amigo mío, cordero sin hiel, incapaz de hacer daño ni al pan que come, habría de sufrir pasión y tal vez muerte por mi culpa, me reí de su dolor, me burlé cínicamente de su desesperación y me envalentoné, como un vil cobarde, con su cobardía.
- ¡Basta!, ¡basta! – volvió a gruñir la Cuaresma - ¡Esto es insoportable!
La virgen, seguía en su impasible serenidad; fijo, en las alturas, su dulcísimo mirar.
Pierrot, alzando sus ojos hacia Ella, le habló con una voz tan suave, tan apagada, que se podía comparar con la de “las gotas de agua resbalando a lo largo de una estalactita”:
- Y yo, Señora y Madre piadosa de todos los pecadores, me acuso de ser el más despreciable y repugnante de todos los insectos. Habiéndole repetido cien y cien veces a Colombina que sin su amor la vida me sería imposible; habiéndole jurado que mataría al primer rival que me saliera o me mataría, ¡ya lo veis!: ni lo he matado, ni he tenido el valor para matarme; habiendo estimado a Arlequín como a las niñas de mis ojos, he llegado a odiarle con toda mi alma, por la sencilla razón de haberse enamorado de Colombina al igual que me había enamorado yo. Yo, que ahora me atrevo a pedir perdón, en lugar de perdonar, gozaba lo que sólo Dios sabe imaginando terribles venganzas, combinando en mi imaginación los más eficaces venenos, preparando emboscadas donde hacerle caer, riéndome de las convulsiones de su agonía...
- ¡Basta!, ¡basta! – seguía la Cuaresma, gritando exasperadamente, tapándose los oídos.
¡La Virgen continuaba imperturbable en su éxtasis!
- ¡Perdón!, ¡perdón! – clamaban, al unísono, las tres sombras pecadoras - ¡Tened piedad de nosotros, Madre de Misericordia!
- ¡Nada de perdón, Señora! – chilló la vieja – No os dejéis sorprender por estos hipócritas. Su arrepentimiento es falso: son unos pecadores empedernidos; ¡mañana volverán a pecar descaradamente!
Las tres sombras – la rosada, la blanca y la coloreada – clavaron sus ojos en los de la Virgen, que continuaban fijos allá arriba; ¡muy arriba! ... Súbitamente, los vieron parpadear, bajar y posarse dulcemente en ellos, dibujándose en sus labios una inefable sonrisa y saliendo, cual melodía celestial, estas palabras:
- Id, hijos míos, estáis perdonados.
Simultáneamente, un estallido doble resonó bajo las bóvedas de la Catedral: eran dos besos apasionados que Pierrot y Arlequín acababan de estampar, a Colombina, en la mejilla más próxima a sus respectivos labios. Ella, soltó una carcajada de plata, y desapareció junto con sus adoradores, como si a todos los hubiese arrancado una ráfaga de viento.
- ¿Lo veis, Señora? – gritó, descompuesta, la Cuaresma – ¿No os lo decía yo? ¡Su arrepentimiento era falso!
- No – respondió la Virgen sonriendo bondadosamente -. Era sincero.
- ¡Pero, mañana volverán a pecar!
- Para volver a arrepentirse.
- Y, de nuevo, volver a caer en pecado.
- Y, arrepentirse nuevamente.
Y, bajando mucho la voz, añadió:
- ¿Qué sabes tú... si no es para eso que ha sido creada la Humanidad! ////////////////////////////////////////
Entretanto, el cielo se había teñido de un rosa pálido – como el vestido de Colombina -; en los jardines, las flores entreabrían sus cálices, ostentando los colores del vestido de Arlequín y, entorno a ellas, las primeras mariposas revoloteaban alegremente, agitando sus blancas alas – blancas como el vestido de Pierrot.
-
Colección
CUATRO GATOS
EN LA BIBLIOTECA DE SANTA LUCÍA ®
Volumen 1:
LA CHICA DEL PATIO AZUL (1903)
Volumen 2:
SELECCIÓN DE CUENTOS
DE APEL.LES MESTRES (1854-1936)
Traducciones de:
© JESÚS MORET Y FERRER, 2001
Hecho el Depósito de Ley.
DEPÓSITO LEGAL: lf04120018002.A (Volumen 1)
lf04120018002.B (Volumen 2)
lf04120018002 (Colección)
ISBN: 980-328-771-0 (Volumen 1)
980-328-772-9 (Volumen 2)
980-328-770-2 (Colección)
Todos los derechos reservados.
Edición del traductor.
Queda prohibida su venta y/o reproducción total o parcial por cualquier medio.
Edición, Redacción, Producción, Fotografía, Impresión y Versión para Internet por:
Jesús Moret y Ferrer, San Diego, Carabobo, Venezuela.
No hay comentarios:
Publicar un comentario