El "Sacrificio de Ifigenia"./ Arriba, parte central del mosaico encontrado en la ciudad romana de Ampurias, Gerona, Cataluña.

El mosaico emporitano del Sacrificio de Ifigenia, fue descubierto en 1848, siendo pieza importante de los restos de una casa romana; ya que constituía el recuadro central del pavimento de una de sus habitaciones. Dicho recuadro mide 60 centímetros de altura por 55 centímetros de ancho./ Abajo a la derecha.

lunes, 21 de enero de 2002

"Noches Legendarias"



Título original en catalán:
TOTS ELS CONTES
de Apel.les Mestres (escritos en 1876-77)



Título (Colección):

CUATRO GATOS

EN LA BIBLIOTECA DE SANTA LUCÍA

Título (Volumen 2):
SELECCIÓN DE CUENTOS

DE APEL.LES MESTRES (1854-1936)
Traducción de:
© JESÚS MORET Y FERRER, 2001

Hecho el Depósito de Ley.
DEPÓSITO LEGAL: lf04120018002.B (Volumen 2)
lf04120018002 (Colección)

ISBN: 980-328-772-9 (Volumen 2)
980-328-770-2 (Colección)


Volumen 2 – No.3 – “Noches legendarias”
Portada: “Árbol de Navidad”
fotografía por: Jesús Moret y Ferrer;
en Agua Blanca.

Edición del Traductor.
Derechos reservados.
Queda prohibida se reproducción.

Colección

CUATRO GATOS

EN LA BIBLIOTECA DE SANTA LUCÍA


Volumen 2
Selección de Cuentos de
Apel.les Mestres (1854-1936)

* * *

Noches Legendarias
Primera Parte:
Noche de Reyes
Noche del Martes de Carnaval

Traducción de
JESÚS MORET Y FERRER

* * *
Miembro de la
ASOCIACIÓN DE ESCRITORES DE CARABOBO
(AESCA)






San Diego de Alcalá
Carabobo, Venezuela
Diciembre del 2001
-
-

Noches Legendarias
(Nits de Llegenda)
Selección de cuentos.
Escritos en catalán, en 1876-77, por
Apel.les Mestres

Traducción de:
JESÚS MORET Y FERRER
* * *

Noche de Reyes

I
Si el invierno había sido crudo, bien podía decirse que aquella noche – precisamente, noche de Epifanía – era la más cruda de todo el invierno.
A la entrada del bosque la cabaña solitaria del pobre lugareño, cubierta bajo la pesada capa de nieve, parecía hacer fuerzas de flaqueza para levantar la endeble chimenea que fumaba penosamente a través de los copos de nieve que se empujaban insistentemente.
Cerca del fuego, el lugareño y su mujer contemplaban con ojos somnolientos el caldero donde se cocían, murmurando de mal humor, los puches que constituirían su amarga cena.
El frío, que se filtraba por todas las rendijas, y los lastimosos aullidos del viento tramontano, que fueteaba los árboles y hacía temblar la cabaña, entristecían aún más el pensamiento de aquellos dos infelices.
De repente, fue roto el silencio reinante en el interior de la cabaña – silencio más de tumba que de casa habitada – un toque dado con fuerza a la puerta, seguido de un voz que decía:
- ¡Ave María purísima! ¡Abrid por el amor de Dios!
¿Quién podía tocar tan a deshora?... El lugareño y su mujer se miraron sobresaltados.
- Que Dios lo ampare – refunfuño la mujer -. Seguramente, se trata de algún malhechor que no debe traer muy buenas intenciones.
- Bien mentecato habrá de ser, para venir a tocar a la puerta de unos miserables como nosotros. Es más probable que se trate de un pobre hombre o, bien, de algún viandante que se habrá perdido en el bosque. Sería pecado no darle cobijo en una noche como esta.
Se levantó y dirigió a la puerta, la cual abrió con cierto recelo.

II
¡Virgen Santa! Un, dos, tres personajes ricamente vestidos de terciopelo y seda de magníficos colores, ceñidas sus testas por singulares coronas de oro, entraron en la cabaña, soplándose los dedos de las manos y golpeando contra el suelo los pies.
- ¡Santa noche, buena gente! – alzó la voz, con jovial cordialidad, el más barbudo de los tres Reyes -. A ver si nos dejáis calentar en este fueguito y nos dais un bocado de cualquier cosa que nos caliente el estómago. Venimos congelados de pies y manos y chasqueando de dientes. ¡Vaya noche para andar por el mundo!
Y, sentándose con exquisita franqueza en el grasiento escaño, estiró las piernas hasta, materialmente, meter los pies en el rescoldo y se restregó las manos con complacencia.
Sus dos compañeros – un viejito campechano y un negro que cada vez que reía mostraba dos hileras de dientes más blancos que la misma nieve – siguieron su ejemplo.
El lugareño y su mujer se estregaban sus ojos, para asegurarse que los tenían bien abiertos; dudaban si soñaban o estaban despiertos y sus miradas, aturdidas, iban de uno a otro y de sus huéspedes al caldero de los puches.
- Señores Reyes, o lo que seáis – barboteó, al fin, el buen hombre -. Es, para nosotros, un gran honor tener... la dicha de hospedaros. Pero, somos tan pobres que apenas podemos ofreceros un insignificante plato de puches, y poco; porque, lo que se cuece para dos, no puede llenar el estómago a tres.
- ¡Ah, ah! ¿Puches decís? Vengan los puches entonces; que apuesto, han de ser un riquísimo manjar – exclamó, riendo, el barbudo Rey.
Y, volteando hacia sus compañeros, preguntó:
- ¿Te gustan los puches, Gaspar?
- No los he probado en mi vida.
- ¿Y a ti, Baltasar?
- No sé que cosa son.
- Tampoco yo; pero, ahora lo sabremos. No dudo que será cosa de lamerse los dedos.
Y bien, desbordando en elogios, felicitando calurosamente, entre cucharada y cucharada, a tan buena cocinera; en sencillos platos negros devoraron, los tres Reyes, sus respectivas y limitadas raciones.
- Señores, no os burléis de unos pobrecitos – dijo ésta -, que pobres somos y de solemnidad; pero creed que a buenos sentimientos no hay cristiano que nos gane, porque os juro que si en lugar de ser unos miserables habitantes del bosque como somos, fuésemos unos hacendados, no serían puches lo que os daríamos: serían perdices, liebres y capones.
Los Reyes daban muestras de escuchar muy complacidos tan buenas razones, alentando con esto al lugareño, que añadió:
- Y, no os figuréis que decimos esto por vuestras señorías, que, como Reyes que sois, os lo merecéis todo, sino por cualquier otro huésped, fuese quien fuese, que llamase a nuestra puerta; que si fuésemos ricos no habría quien conociese la miseria, ni de vista, en cien leguas a la redonda. Entonces, ¿para qué quisiera yo riqueza sino para compartirla con los demás, vestir al desnudo, dar comida a quienes padecieran hambre, socorrer al desvalido y, en fin, asistir toda clase de miserias y necesidades?
- Te felicito por los buenos sentimientos que demuestras y que te enaltecen ante nuestros ojos. ¡Tienes un corazón de ángel! Nuestro Señor, que tiene muy en cuenta las buenas intenciones, sabrá recompensar las vuestras como os merecéis... ¡Pero, levantémonos compañeros! Si queremos llegar allá arriba, antes no se haga de día, es hora de reemprender nuestro camino.
- No obstante – objetó, bondadosamente, el más viejito de los tres Reyes -, no estaría bien que nos fuésemos sin pagar de una u otra manera, a esta buena gente, la cordial acogida que nos ha dispensado.
- Es cierto, no lo había pensado. ¿Traes alguna cosa, Gaspar?
- Ni una punta de aguja.
- ¿Y tú, Baltasar?
- ¡Ni así!
- ¡Ni yo; pero, que diantre! ...
Y, dirigiéndose a la puerta, gritó:
- ¡Efraín!
Quien parecía el capataz de todo el servicio, que se había quedado afuera cuidando camellos, caballos, mulas y pollinos, apareció al umbral de la puerta.
- ¿Ha quedado alguna cosa?
- Nada, señor. Nos hemos quedado cortos, como todos los años. Como de costumbre, nos han faltado juguetes para los niños pobres.
- ¡Mira bien, Efraín, mira bien! Recuerda lo que dijo el Maestro: “Busca, y encontrarás”.
El mayordomo se retiró y volvió al cabo de un rato, trayendo en la mano un objeto que ni se atrevía a presentar.
- Tanto que he buscado y no he podido encontrar nada más que esto, al fondo de una caja: un agrietado caramillo.
Y, lo ofreció al lugareño, que no pudo disimular una mueca de despecho.
- Gracias señor; pero, no tengo chiquillos.
- No importa: tómalo.
- ¿Qué queréis que haga? ¡Ni yo sé tocar el caramillo, ni que supiese me serviría de nada; porque creed, que cuando me he afanado astillando, desde que aclara hasta que oscurece, el cuerpo me pide cama, más no me pide hacer música!
- Tómalo, vuelvo a decirte. No seas tozudo.
- Es que... No quisiera que os ofendieseis, pero...
- Escucha, con atención, lo que voy a decirte. Cada vez que hagas sonar este caramillo, verás cumplirse lo que desees. Pero, eso sí, debo advertirte una cosa que has de tener muy presente: hazlo sonar moderadamente, ¿escuchas?
- ¡Con mucha moderación! – dijo misteriosamente el Rey viejito.
- ¡Con muchísima moderación! – recalcó el Rey negro.
- Porque – añadió, con acento solemne, el Rey barbudo – la música en exceso puede estropear los buenos sentimientos. Dios esté con vosotros.

III
Había pasado un buen rato desde los huéspedes reales habían salido del tabuco del lugareño y, éste, continuaba aún hecho una estatua de piedra, con el caramillo en la mano. Su mujer, la primera en recuperarse de la sorpresa, se le acercó preguntándole:
- ¿Qué es lo que piensas, Silvestre?
- Que estos farsantes, después de engullirse nuestra cena, se han burlado de nosotros.
- ¿Quién sabe!
- Me dan ganas de echar al fuego este trasto.
- ¿Por qué habrían de burlarse de unos pobretes que tan generosamente han compartido con ellos toda su pobreza?
- Porque así es el mundo y así son los hombres.
- ¡Oh, pero los Reyes... ?
- ¿Qué, por ventura, no son unos hombres como los otros!
- No seas tan malpensado... ¿No has escuchado lo que ha dicho el más barbudo? Que cada vez que hagas sonar este caramillo verás cumplirse lo que desees. ¿Entonces, por qué no pruebas?
- Parece mentira que, a tu edad, seas tan inocente. ¿Tú, has creído eso?
- ¿Y, si fuese verdad?... veamos: ahora, no te vendría bien...; digamos, un pollo asado? ¡Anda, hombre, no seas tozudo; desea y sopla!
- Nomás para que te hagas un nudo en la lengua y te convenzas que sé lo que digo.
Silvestre, llevó el caramillo a sus labios y sopló casi con rabia. Pero, ¡oh, sorpresa! Habiendo salido del caramillo la primera nota, ya humeaba sobre la mesa, perfumando toda la cocina, un pollo magnífico, asado al punto, relleno de trufas, rodeado de frescas y rizadas hojas de escarola.
A Silvestre, se le cayó el caramillo de las manos; su mujer, aplaudiendo, saltaba como si hubiese perdido el sentido. Reían y lloraban al mismo tiempo, se abrazaban, se besaban, se golpeaban y arrancaban los cabellos, como si les hubiera ocurrido una gran desgracia. ¡No les fue fácil recuperarse y recobrar el juicio! Y, luego de dar vueltas y más vueltas al pollo, acabaron a la mesa, dispuestos a no dejar ni los huesos.
- Escucha, escucha Silvestre – le dijo, de repente, su mujer -; sabes que no hay ni una migaja de pan en casa...
- ¡No, eh? Entonces, espérate.
Y, haciendo sonar nuevamente el caramillo, vieron aparecer sobre la mesa un pan doradito; que desprendía un olor angelical. La sorpresa no fue tan grande como al principio, pero la alegría fue la misma.
¡Comían... y, comían!... ¡Virgen Santa, que manera de comer! ¡Parecía que no hubiesen probado nada en todo aquel invierno!
- Ponte la mano en el pecho, Silvestre – exclamó la mujer -; ¿no te parece que nuestro vinito, si es que a eso puede llamársele vinito, es indigno de remojar tan celestial manjar?
- ¡Caramba, es cierto! ¡Mira que, ...en todo atinas!
Y, al son del caramillo, vieron sobre la mesa una garrafa de finísimo cristal, llena de un vino tan exquisito como nunca habían probado aquellos infelices; ¿qué digo, probado, ni soñado tampoco!
IV
- ¡Silvestre, se me ocurre una cosa! – dijo sentenciosamente la lugareña, tan pronto terminaron de comer.
- Cuando a ti se te ocurre, debe ser algo bueno; porque, veo que, no tienes más que buenas ideas.
- ¿Te parece decente que dos personas que acaban de cenar, como hemos cenado nosotros, vayan a dormir sobre un jergón que, más que de paja, parece lleno de mazorcas! ¡Anda...! ¡que si tuvieses, como los señores, una buena cama con colchón de blanda lana y sábanas de hilo... me parece que no te quejarías tanto!
- ¡Claro que sí! ... ¡Tienes mucha razón! – respondió Silvestre, rascándose el cogote – Pero..., pero...
- ¿Pero qué?
- Pero, no me atrevo.
- ¿No te atreves a qué, mentecato! ¿Quién te ha dicho: “soplarás tantas veces y no más”?
- Todo lo que quieras, pero no me atrevo a pedir más; tengo miedo de abusar. Recuerdo, que los señores Reyes, me recomendaron hacer sonar el caramillo con mucha moderación...
- Pero, esto, no es abusar.
- ¡Con muchísima moderación... !
- ¡Válgame la pureza de María, si que eres paniego! ¿Por un toque más o menos, crees tu que los Reyes vayan a decir algo?
- Entonces, ¿y la moderación que tanto me han recomendado?
- ¡Eres un alma de botijo! ¡Si en lugar de darte a ti, el caramillo, me lo hubiesen dado a mi; te juro que a estas horas, otro gallo cantaría! ... ¡parece que no aprecias el tesoro que tienes en las manos!
- Hágase tu santa voluntad, ángel o demonio, que no hay quien te resista.
Tocó una vez más. Y, como por arte de magia, el jergonzote se transformó en una suntuosa cama de blandísimo colchón y sábanas de blanco y finísimo algodón – como las que tienen “los señores” -, conforme la había deseado; y, marido y mujer, se acostaron con tanta voluptuosidad que apenas pudieron conciliar el sueño en toda la noche, por la falta de costumbre de dormir tan planos y tan blandos.

V
Por la mañana del siguiente día, la primera idea que se le ocurrió a la lugareña, al despertarse; fue que la cabaña, donde vivían, parecía más bien un corral de gorrinos y no la habitación de personas que disponían de tan buena mesa. Y, haciendo que su marido encontrará muy justa esta observación, logró que él comenzara el día soplando el caramillo; gracias a lo cual, la cabaña quedó transformada en una casita, muy bonita, nueva y flamante, como más de cuatro señores envidiarían.
Fueron a vestirse y, avergonzados de los harapos que constituían su ordinaria vestimenta, los cambiaron por vestidos señoriales; como correspondía a gente que podía darse todos los gustos.
De deseo en deseo, y de satisfacción en satisfacción, puede bien decirse que: el caramillo no paraba de sonar en todo el santo día; de manera que, al cabo de no muchos más, los harapos se habían convertido en riquísimos vestidos cortesanos, con bordados de plata, oro y pedrería; la vajilla, de fina loza, se había transformado en oro macizo; la risueña casita, en un suntuoso y descomunal palacio; el vecino bosque, se había convertido en un vastísimo parque, adornado con las más estrafalarias extravagancias que pudiese imaginar la fantasía de un loco – es decir, de dos locos -. Todo aquello estaba lleno, a rebosar, de una turbamulta de criados con libreas de colores chillones, camareros lujosamente acicalados, cocineros, auxiliares de cocina y lavaplatos, cocheros, palafreneros y postillones, guardias, pajes, jardineros, ministriles y bufones.

VI
Y, así, de extravagancia en extravagancia, transcurrió un año en un abrir y cerrar de ojos; y volvió la noche de Epifanía.
A la mujer del antiguo lugareño – que, según ella, no tenía nada de desmemoriada ni de ingrata – le pareció, cosa obligada, celebrar de una manera digna y solemne una noche tan señalada y organizó una fiesta de gran pompa y gala, a la cual invitó al Rey y a la Reina, por el gozo de verles embelesarse ante su riqueza y magnificencia. Tan acostumbrados estaban a que todo lo que deseaban se cumpliese, con un solo toque de caramillo, que este asunto les pareció lo más natural del mundo. Como, en efecto, lo fue.
Los soberanos, agradecidos o no, comparecieron a la fiesta con toda la Corte. ¡Qué animación! ¡Qué abundancia de luces y flores, música y perfumes, rebuscados y exquisitos manjares, bebidas dignas de los mismísimos ángeles! ... En lo mejor de la fiesta, en el preciso instante en que el Rey felicitaba personalmente – con mal disimulada envidia – a Don Silvestre, por su lujo extraordinario mil veces superior al de la Corte, arribaron hasta el salón, dominando el bullicio que allí reinaba; voces destempladas, gritos desaforados, imprecaciones y amenazas, confundiéndose todo esto con el ruido de puertas que se abrían y cerraban estrepitosamente y de cosas que se desmenuzaban al caer. Al mismo tiempo, el intendente del palacio atravesaba el inmenso salón, corriendo como ánima en pena, azorado, trémolo, pálido y sin poder articular palabra.
- ¿Qué hay?, ¿Qué pasa? – le preguntó Silvestre.
- Algo extraño, señor; inverosímil, inexplicable... ¡Si no lo hubiesen visto mis ojos, no lo creería!
- ¡Pero, acaba de una vez! ¿Qué pasa?, ¡te pregunto!
- Pasa que... hay tres pobres, tres andrajosos, tres perdularios que pretenden entrar al salón a la fuerza.
- ¿Pobres? – barboteó Silvestre, extrañado - ¿Qué es eso de pobres?
Como, en todo cuanto iba de año, no había escuchado pronunciar semejante palabra; había terminado por olvidarla totalmente.
- Sí, su señoría, sí – prosiguió, desorientado, el intendente -. Tres muertos de hambre, tres correcaminos; que dicen que han de hablaros y que entrarán quiera o no quiera.
- ¿Y, qué tengo que ver yo con esa pobretería? – exclamó Silvestre, reventando de indignación - ¿Por qué no se les saca a garrotazos?
- ¡No es posible, señor!
- ¿ Y, para que sirven mis guardias?
- ¡Ah, señor! Yo lo he visto, es incomprensible; pero, os juro, que mis ojos lo han visto como ahora os veo a vos: ¡no hay quien les detenga! Se abren paso a puñetazos y ¡hacen rodar por tierra, como muñeco de cartón, a quien se atreve ponérseles delante!
- ¡Sois unos bestias y cobardes! – gritó Silvestre - ¡Dadme paso señores! ¡Yo mismo voy a enseñar a esos piojosos como se sale de mi casa! ...

VII
Silvestre, aún no acababa de pronunciar estas palabras cuando entraron en el salón tres hombres desgarrados; barbudo uno, muy viejito otro y, el tercero, de rostro negro como el carbón.
- ¡Fuera de aquí, roñosos! – rugió Silvestre, al verlos delante.
Los ojos de los tres pobres, relampagueaban con siniestro brillo. El barbudo, majestuosamente plantado ante el antiguo hombre del bosque, le dijo en tono tan solemne que congeló la sangre en las venas de todos los circundantes.
- ¡Eres un imbécil y malvado, Silvestre!
Sus palabras resonaban, fatídicamente, bajo aquellos artesonados techos que parecían tomar resonancias de bóveda de catedral. En todo el palacio, reinaba un silencio mortal; nadie se atrevía a moverse, ni para respirar.
- Silvestre – prosiguió, el pobre, con una vibrante voz -: has olvidado por completo el consejo que te dimos y has abusado desmesuradamente del presente que te hicimos; esto es de imbécil. Pero, hay algo peor que esto. Todos los favores, todos los beneficios que has obtenido, no han sido de provecho a nadie más que a ti; no has pensado más que en ti; en satisfacer tu vanidad y tu egoísmo. ¿A quién has socorrido? ¿Qué buena acción has realizado, cuando tantas podías hacer? ¿Qué miserias has aliviado y qué lágrimas has secado, cuando tantas podías aliviar y secar? La gran facilidad, en satisfacer tus deseos y fantasías, te ha chupado el entendimiento y te ha secado el corazón. No en vano te advertí: “la música en exceso te estropearía los buenos sentimientos”. ¡Y, tal como lo temía, ha sucedido! ... ¡Dame, dame ese caramillo que en mala hora puse en tus manos; no eres digno de poseerlo ni un instante más!
Silvestre, más muerto que vivo, obedeció como un autómata; pareció como si el caramillo se escapara, por si mismo, de sus manos para pasar a las del pobre. Simultáneamente, sonó un formidable trueno, y pobres, invitados, sirvientes, luces, flores, mesas, el palacio, en fin, todo... ¡todo había desaparecido!

VIII
Sólo, Silvestre y su mujer, abatidos al costado del fuego, en un rincón de su mísera cabaña enterrada bajo la nieve, a la entrada del bosque, contemplaban, con ojos somnolientos, el negro caldero donde se cocían los puches que constituirían su amarga cena.
..............................................................................................
¿Habían dormido? ¿Habían soñado? ... ¿Los había sacado de su esplendoroso sueño un formidable trueno, aquel trueno seco que precede a las grandes nevadas! ...
Pensad lo que os parezca; como yo pienso lo que mejor me parece.
* * *

Noche del Martes de Carnaval

I
Cuando, desde lo alto del campanario, cantó la Catedral con doce solemnes campanadas “es medianoche” todos los relojes de la ciudad, como files que responden a la voz del celebrante, repitieron humildemente: “es medianoche”.
Cierto es, que este misterioso aviso, pasó completamente inadvertido a los elegantes disfraces y asquerosas máscaras que en semejante hora bullían por los aristocráticos o burgueses salones, salas de espectáculos, calles y plazas; ya que, los descompasados gritos, los simiescos chillidos, las alocadas rizas, las estridencias de las orquestas y la cacofonía de embriagadas guitarras y epilépticos panderos ahogaban las majestuosas voces de las campanas; lo mismo que, el canto agudo y argentino de los relojes hogareños.
Una sombra, surgida de las tinieblas. atravesó los desiertos callejones que serpenteaban entorno a la Catedral: era una vieja, pálida y delgaducha, rigurosamente vestida de negro. Se detuvo ante las puertas del templo y tocó con los nudos de sus esqueléticos dedos; las puertas se abrieron de par en par y, la vieja, entró silenciosamente en la Catedral sepultada en una oscuridad casi absoluta; sólo, una que otra lámpara brillaba, como ojos somnolientos, con disminuida claridad, al fondo de otra capilla.
La mujer, pálida y enlutada – quien, no era otra que la Cuaresma – se dirigió al pié del campanario y aferrándose con ambas manos a la cuerda que desde lo alto colgaba, recostándose fatigosamente, dejó sentir tres campanadas, que resonaron fatídicamente; y, luego de retomar aliento, a estos tres toques, hizo seguir tres más y, así, de intervalo en intervalo, hizo caer desde lo alto del campanario, como pesadas gotas de plomo, aquellos toques que poseían un no sé que de cántico fúnebre.
Habiendo terminado, la Cuaresma, su llamado a recogimiento y penitencia, se dirigió al altar mayor, donde se arrodilló y, tras besar las losas, comenzó a rogar con murmullo mortecino; sólo, de vez en cuando, se escuchaba el leve tintinear de los grandes rosarios escurriéndose entre sus huesudos dedos y, volvía a no escucharse más que el refunfuñar de aquellos labios resecos, que iban debilitándose, como si la vieja fuese rindiéndose al sueño.

II
Por los callejones desiertos que serpenteaban entorno a la Catedral, sonaban susurros amedrentados y tintineos de cascabel que parecían no querer ser escuchados. En la inmensa oscuridad, destacaron tres sombras que, tal vez al azar, caminaban hacia la catedral.
Una de ellas, iba enfundada en un amplio vestido blanco como un ampo de nieve; la otra, llevaba un vestido ajustado de arriba a bajo, con más colores de los que pudiera ostentar la paleta de un pintor; la tercera, era una mujercita graciosa y gentil, vestida de un rosa pálido y adornada con cintas y cascabeles.
Son las sombras de Pierrot, Arlequín y Colombina.
Al pasar ante las puertas de la Catedral y, viéndolas abiertas de par en par, se detuvieron con desagrado y quedaron dubitativas un instante. Finalmente, Colombina exclamó:
- ¿Entramos?
- ¿Para qué? – murmuró Arlequín.
- No me atrevo – añadió tímidamente Pierrot.
- Atreverse se hace necesario – replicó Colombina.
- Esta no es nuestra casa – replicó el primero.
- Es la de todos – insistió ella.
- ¿Tanto hemos pecado! – suspiró el segundo.
- Precisamente por eso, porque hemos pecado tanto, debemos entrar. ¿No habéis escuchado los llamados al arrepentimiento? Entonces, para entrar a arrepentirnos; y que sean perdonadas nuestras locuras pasadas, es que encontramos abiertas estas puertas.
Y, con gran humildad y recogimiento, entraron en el templo; se dirigieron a una capilla donde una lámpara iluminaba débilmente la imagen de la Virgen, ante la cual doblaron sus rodillas los tres disfraces. Al tintinear de los cascabeles, que al arrodillarse Colombina se agitaron indiscretamente, la Cuaresma volteó para mirar a los intrusos y, luego de barbotear algunas palabras ininteligibles palabras, volvió a sumergirse en sus oraciones.
Colombina, juntó las manos piadosamente y clavó su mirada en la dulce imagen de la Virgen. Dos lágrimas, parecieron brotar de sus ojos y murmuró en voz baja:
- Yo me acuso, Señora, de haber sido voluble, mentirosa, desagradecida y algunas cosas más que en este instante no recuerdo; pero, que Vos sospecháis y adivináis. He respondido, con engaños y traiciones, a la adoración que Pierrot me ha profesado; he aceptado otros amores, sabiendo que mi amor era su vida; habiéndole jurado amor eterno, le abandoné para seguir a Arlequín... de cuyo amor no estaba segura...
- ¡Basta!, ¡basta! – gruñó sordamente la Cuaresma.
La Virgen, romana impasible, repleta de seriedad, con las manos cruzadas sobre el pecho, la mirada en las alturas y una expresión de infinita dulzura en sus labios.
Colombina escondió la cabeza entre las manos. Arlequín como si continuase la confesión comenzada por ella, murmuró:
- Yo, Señora, me acuso de haber sido inconstante, mentiroso, burlón, egoísta, despiadado y sinvergüenza; y quizás, hurgando bien, en el fondo de mi corazón aún encontraría algunos otros gusanitos que se arrastran. Conocedor, como era, del amor de mi amigo Pierrot por Colombina, no vacilé en enamorarla y poner en ridículo el amor de su fiel amante; sabiendo, como él, la amaba locamente...; conociendo que este amigo mío, cordero sin hiel, incapaz de hacer daño ni al pan que come, habría de sufrir pasión y tal vez muerte por mi culpa, me reí de su dolor, me burlé cínicamente de su desesperación y me envalentoné, como un vil cobarde, con su cobardía.
- ¡Basta!, ¡basta! – volvió a gruñir la Cuaresma - ¡Esto es insoportable!
La virgen, seguía en su impasible serenidad; fijo, en las alturas, su dulcísimo mirar.
Pierrot, alzando sus ojos hacia Ella, le habló con una voz tan suave, tan apagada, que se podía comparar con la de “las gotas de agua resbalando a lo largo de una estalactita”:
- Y yo, Señora y Madre piadosa de todos los pecadores, me acuso de ser el más despreciable y repugnante de todos los insectos. Habiéndole repetido cien y cien veces a Colombina que sin su amor la vida me sería imposible; habiéndole jurado que mataría al primer rival que me saliera o me mataría, ¡ya lo veis!: ni lo he matado, ni he tenido el valor para matarme; habiendo estimado a Arlequín como a las niñas de mis ojos, he llegado a odiarle con toda mi alma, por la sencilla razón de haberse enamorado de Colombina al igual que me había enamorado yo. Yo, que ahora me atrevo a pedir perdón, en lugar de perdonar, gozaba lo que sólo Dios sabe imaginando terribles venganzas, combinando en mi imaginación los más eficaces venenos, preparando emboscadas donde hacerle caer, riéndome de las convulsiones de su agonía...
- ¡Basta!, ¡basta! – seguía la Cuaresma, gritando exasperadamente, tapándose los oídos.
¡La Virgen continuaba imperturbable en su éxtasis!
- ¡Perdón!, ¡perdón! – clamaban, al unísono, las tres sombras pecadoras - ¡Tened piedad de nosotros, Madre de Misericordia!
- ¡Nada de perdón, Señora! – chilló la vieja – No os dejéis sorprender por estos hipócritas. Su arrepentimiento es falso: son unos pecadores empedernidos; ¡mañana volverán a pecar descaradamente!
Las tres sombras – la rosada, la blanca y la coloreada – clavaron sus ojos en los de la Virgen, que continuaban fijos allá arriba; ¡muy arriba! ... Súbitamente, los vieron parpadear, bajar y posarse dulcemente en ellos, dibujándose en sus labios una inefable sonrisa y saliendo, cual melodía celestial, estas palabras:
- Id, hijos míos, estáis perdonados.
Simultáneamente, un estallido doble resonó bajo las bóvedas de la Catedral: eran dos besos apasionados que Pierrot y Arlequín acababan de estampar, a Colombina, en la mejilla más próxima a sus respectivos labios. Ella, soltó una carcajada de plata, y desapareció junto con sus adoradores, como si a todos los hubiese arrancado una ráfaga de viento.
- ¿Lo veis, Señora? – gritó, descompuesta, la Cuaresma – ¿No os lo decía yo? ¡Su arrepentimiento era falso!
- No – respondió la Virgen sonriendo bondadosamente -. Era sincero.
- ¡Pero, mañana volverán a pecar!
- Para volver a arrepentirse.
- Y, de nuevo, volver a caer en pecado.
- Y, arrepentirse nuevamente.
Y, bajando mucho la voz, añadió:
- ¿Qué sabes tú... si no es para eso que ha sido creada la Humanidad! ////////////////////////////////////////
Entretanto, el cielo se había teñido de un rosa pálido – como el vestido de Colombina -; en los jardines, las flores entreabrían sus cálices, ostentando los colores del vestido de Arlequín y, entorno a ellas, las primeras mariposas revoloteaban alegremente, agitando sus blancas alas – blancas como el vestido de Pierrot.
-

Colección
CUATRO GATOS
EN LA BIBLIOTECA DE SANTA LUCÍA ®

Volumen 1:
LA CHICA DEL PATIO AZUL (1903)
Volumen 2:
SELECCIÓN DE CUENTOS
DE APEL.LES MESTRES (1854-1936)

Traducciones de:
© JESÚS MORET Y FERRER, 2001

Hecho el Depósito de Ley.
DEPÓSITO LEGAL: lf04120018002.A (Volumen 1)
lf04120018002.B (Volumen 2)
lf04120018002 (Colección)

ISBN: 980-328-771-0 (Volumen 1)
980-328-772-9 (Volumen 2)
980-328-770-2 (Colección)

Todos los derechos reservados.

Edición del traductor.
Queda prohibida su venta y/o reproducción total o parcial por cualquier medio.
Edición, Redacción, Producción, Fotografía, Impresión y Versión para Internet por:

Jesús Moret y Ferrer, San Diego, Carabobo, Venezuela.

lunes, 7 de enero de 2002

"Policromías"



Título original en catalán:
TOTS ELS CONTES
de Apel.les Mestres (escritos en 1876-77)



Título (Colección):
CUATRO GATOS
EN LA BIBLIOTECA DE SANTA LUCÍA

Título (Volumen 2):
SELECCIÓN DE CUENTOS
DE APEL.LES MESTRES (1854-1936)
Traducción de:
© JESÚS MORET Y FERRER, 2001

Hecho el Depósito de Ley.
DEPÓSITO LEGAL: lf04120018002.B (Volumen 2)
lf04120018002 (Colección)

ISBN: 980-328-772-9 (Volumen 2)
980-328-770-2 (Colección)


Volumen 2 – No.2 – “Policromías”
Portada: “Floreros”
fotografía por: Jesús Moret y Ferrer
en el mercado principal de Mérida.

Edición del Traductor.
Derechos reservados.
Queda prohibida se reproducción.
Colección
CUATRO GATOS
EN LA BIBLIOTECA DE SANTA LUCÍA


Volumen 2 – No. 2
Selección de Cuentos de
Apel.les Mestres (1854-1936)

* * *

POLICROMÍAS
Primera Parte:
Lluvia de Estrellas
LA Sinfonía del Silencio
El Viento
Premio al Mérito

Traducción de
JESÚS MORET Y FERRER

* * *
Miembro de la
ASOCIACIÓN DE ESCRITORES DE CARABOBO
(AESCA)





San Diego de Alcalá
Carabobo, Venezuela
Octubre-Diciembre 2001
-
-

POLICROMÍAS
(DE TOTS COLORS)

Selección de cuentos.
Escritos en catalán, en 1876-77
por
Apel.les Mestres

Traducción de:
JESÚS MORET Y FERRER

* * *

LLUVIA DE ESTRELLAS

I

Cabalgando sobre una libélula en rápido y silencioso vuelo, Silfo atravesó el río, casi a flor de agua y, dando un par de vueltas sobre la pradera, finalmente aterrizó al pie de un lirio – cerrado aún a tan temprana hora de la mañana.
- ¡Tun; tún! – tocó discretamente en uno de sus pétalos.
- ¿Quién es? – preguntó desde adentro una vocecita adormecida.
- Abre; soy yo – respondió Silfo.
El lirio se entreabrió y entre los pétalos apareció la graciosa cabecita de Elfo.
- ¿Qué te trae por aquí tan temprano? – preguntó Elfo sorprendido - Cuando, en el horizonte, una línea rosada señalaba la proximidad del día.
- ¿No sabes qué ha pasado esta noche?
- ¿Qué ha pasado?
- Una cosa extraordinaria, según he escuchado decir: una lluvia de estrellas.
- ¿Eso qué es?
- Es... según parece, que en lugar de llover agua han llovido estrellas y más estrellas.
- ¿Y tú lo has visto?
- No, pero me lo ha contado el Búho, que vive en el álamo más alto al borde del río.
- ¡Ah, bah! Debe ser pura invención suya; una fábula que ha forjado para darse importancia.
- No lo quiero creer; el Búho es un personaje muy formal, incapaz de mentir. Por alguna razón ha debido tomarle por secretario Pal.las Atenea, la diosa de la sabiduría.
- ¿Qué te ha contado, entonces, el Búho?
- Que a eso de medianoche, mientras todos dormíamos, comenzaron a removerse todas las estrellas; como si el cielo se viniese abajo y se las ha visto caer a centenares, a miles... como granizo.
- ¿Y donde han ido a caer?
- Según la opinión del Búho, deben haber caído en el valle que está al otro lado de estas montañas. Y, como ha de ser muy interesante ver de cerca y tocar una estrella, he venido corriendo a buscarte para ir allá; antes de que acudan pastores y segadores... y se las lleven todas. Ya sabes cuan codiciosos son, los hombres.
- Vamos, entonces; pero te advierto que no tengo mucha confianza en las palabras del Búho.
Diciendo esto, salió del lirio, saltando con suma ligereza a la grupa de la libélula; y, pasando un brazo entorno a la cintura de Silfo, emprendieron el vuelo directo a la cima de la montaña y se dejaron caer al valle, donde comenzaban a brillar las primeras gotas de rocío.
II

Ambos jinetes descabalgaron y se pusieron a caminar entre las briznas de hierba.
- Yo no veo señal de desmenuzamiento – exclamó Elfo al rato de caminar -; y me parece que tantos miles de estrellas cayendo del cielo habrían hecho más daño que una granizada.
- No seas impaciente; si que eres desconfiado. Caminemos, que si no es aquí, ha de ser más allá que comencemos a encontrar señales que te convenzan de la certeza de lo ocurrido.
Siguieron caminando, caminando... y, como en ningún lugar aparecía el más leve indicio de aquello que con tanto afán buscaban, las indirectas y burlas de Elfo iban siendo más y más punzantes y mortificantes para Silfo; que, a pesar suyo, comenzaba a sentir cierto temor de haber prestado excesiva credulidad a las palabras del Búho.
El Escorpión, que asomó la cabeza por debajo de la piedra donde vivía, viéndoles tan atareados buscando, les preguntó:
- ¿Se os ha perdido alguna cosa?
- No – respondió Silfo -; andamos buscando estrellas.
- ¿Estrellas, decís?
- Sí; a ver si encontramos alguna de las que han caído la pasada noche.
- ¿Que han caído estrellas? – preguntó el Escorpión con gran extrañeza - ¿Y, de dónde han caído?
- ¡Ahora, mirad que pregunta!, ¿de dónde han de caer las estrellas, sino del cielo?
- ¿Y, dónde han caído?
- ¡Aquí, allá, o más allá!, ¿qué sé yo? ... Por eso las andamos buscando.
El Sapo, que había escuchado esta conversación, tomó parte en ella.
- ¡He estado de guardia toda la noche y me parece que si hubiese sucedido algo de eso que decís me habría enterado!... ¿Quién os ha dado una nueva tan estrafalaria?
- ¡El Búho, que lo ha visto con sus propios ojos! – contestó Silfo.
- ¡Ah, vaya!, ¡sí!, una fantasía de aquel “señor cebollas”, que sueña con los ojos abiertos.
- ¡Mejor dicho, una invención de aquel mentiroso! – añadió el Escorpión.
- ¿Ves lo que te decía? – Exclamó Elfo, riendo y aplaudiendo - ¿Te convences, ahora, de que te has dejado engañar?
- ¡Es un visionario – añadió sentenciosamente el Sapo – que, con sus grandes ojos fijos en la oscuridad, cree ver cosas que forja su fantasía!
- ¡Un mentiroso, un mentiroso! – repitió el Escorpión con menosprecio - ¡Así que caen del cielo, las estrellas! ¡Me parece que están bien clavadas y robladas!

III

A todas estas, resonó un graznido burlón muy semejante a una carcajada; y alzando la cabeza vieron a la Corneja que, recogida en la rama de una encina, enfáticamente les dijo:
- ¿Qué habías de ver tú, Escorpión, que has pasado toda la noche durmiendo bajo tu piedra; ni que habías de ver tú, Sapo glotón, que la has pasado, en vela, es cierto, pero sin levantar los ojos de tierra atento nomás que a los caracoles y babosas que engulles? Si hubieseis pasado, como yo, la noche entera con los ojos clavados en las alturas y escrutando los grandes secretos de la Naturaleza, tendríais derecho a hablar de eso que tan estúpidamente ahora estáis negando.
- ¿De manera – exclamó Silfo – que, en efecto, ha habido lluvia de estrellas?
- Está claro que la ha habido – respondió, con fatuidad, la Corneja.
- ¿Lo ves? – dijo Silfo a su compañero -. ¿Ves que el Búho ha dicho la verdad?
- El Búho – objetó, la Corneja, en tono de desprecio –, habrá contado lo que le habrá parecido bien; aquí la única que, con lujo de detalle, puede contar lo ocurrido, soy yo.
- ¿Y es cierto – preguntó Elfo con curiosidad –, que han caído tantos miles de estrellas como él ha dicho?
- ¡Algunas docenas, diría yo!... Eso es: algunas docenas.
- ¿Quieres callar!...
- ¡Ah!... ¿Y, son muy grandes las estrellas?
- ¡Pse!... Hay de todos tamaños; unas son grandes como avellanas; otras, las mayores, deben ser... cómo te diré?, como melocotones. Por cierto que, una de esas casi me da en la cola; y, si me da en medio de la espalda, ...
- ¿Cómo es, entonces, que no hemos podido encontrar una sola?
- ¡Qué pregunta! ¿No sabes que de día las estrellas no se ven?
- No es eso – interrumpió la Corneja con acento doctoral -. Lo que ha sucedido, es que el ángel que allá arriba cuida de las estrellas, ha bajado a recogerlas.
- ¿Y tu lo has visto?
- Igual que os veo a vosotros. Viste una túnica del color de la noche; por lo cual, solamente es visible por ojos como los míos. Y, tiene unas alas... más o menos como las mías; pero, también, del color de la noche. Entonces bien, este ángel (un poco afligido, porque tal vez ha sido por su descuido que han caído unas cuantas estrellas), ha bajado a recogerlas una a una (que es sabido que las tiene bien contadas) y ha vuelto a clavarlas cada una en su lugar y podréis volverlas a ver hoy, tan pronto se haga de noche.
- Esto está claro como el agua – exclamó Silfo.
- ¡Así queda todo explicado! – agregó Elfo.
- ¡Cuando ella lo dice!... – barboteó el Sapo.
- ¡Así debe ser!... – concluyó el Escorpión, volviendo a su escondrijo.

IV

La Corneja, satisfecha del éxito de su explicación, lanzó un majestuoso graznido y, de un solo golpe de ala, subió a la rama más alta de la encina.
Silfo y Elfo, montando nuevamente en la libélula, partieron a gran velocidad directo al bosque de los Sílfidos para contarles detalladamente todo cuanto había ocurrido la pasada noche, sin dejar de repetir por cada cuatro palabras: “¡Esto lo ha visto la Corneja!”
He aquí como el Búho, por haber dicho modestamente la verdad, pasó a ser un farsante; en cambio, la Corneja, por haber mentido con la mayor desvergüenza, fue considerada como el más veraz de los cronistas.
Estas cosas suelen pasar más de una vez con algunos Búhos y algunas Cornejas.

*
* *




LA SINFONÍA DEL SILENCIO

I

- ¡Ah no, muchas gracias!, ¡muchísimas gracias! – exclamó mi amigo, haciendo una mueca de horror -. ¿Yo, asfixiarme en una atmósfera rarificada y pestilente, para escuchar un puñado de energúmenos (hombres y mujeres), gritando, vociferando, silbando, bramando, en todos los tonos; mientras otro puñado de endemoniados, sentados frente a ellos, soplan desaforadamente en cañones de latón o de madera de diversos tamaños, rascan y pellizcan tripas sujetas a cajas de formas estrafalarias, golpean toda clase de timbales, mechándoos los tímpanos, crispándoos los nervios, masajeándoos el cerebro con sonidos parecidos al que hace la chiquillería, el Sábado Santo, al tocar el Aleluya, soplando, rasguñando, golpeando los utensilios más discordantes y estrepitosos?... ¡Ah, no!, ¡un millón de gracias! ¡Si a eso le llamáis música, si esto es lo que entendéis por música, ya os la regalo!
Después de esta andanada, mi amigo respiró con fuerza; y disponiéndose a partir, añadió:
- El día que quieras escuchar música verdadera, música exquisita y deliciosa, no tienes más que decírmelo y haré que la escuches. ¡Ah! – exclamó, dando un paso atrás -, te advierto: que no ha de costarte un céntimo, ni estás obligado a encerrarte en un recipiente rarificado, ni a encajonarte en una butaca, ni siquiera a cambiarte la corbata; todo lo cual no me parece nada menospreciable.

II

Tantas veces, mi amigo, me había hecho semejante ofrecimiento; que, al fin, un día, me decidí a complacerle.
- Estoy dispuesto – le dije, en tono irónicamente resignado – a escuchar lo que tú llamas música verdadera, exquisita y deliciosa.
- Entonces, ¡sígueme!
- ¿Cuándo?
- Cuando te parezca; ahora mismo, si deseas.
- Estoy a tus órdenes.
Nos lanzamos a la calle. Atravesamos la ciudad, pasando por delante de un teatro, de otro y otro más, sin detenernos; fuimos a las afueras; atravesamos huertos, frutales, campos labrados, eriales, ... ¡Él, caminando!, ¡caminando siempre! Yo, siguiéndolo como un perrito, resignado a todo.
Comenzamos a enfilarnos en la montaña, la bajamos; atravesamos bosques de pinos y robles, escalamos otra montaña más alta que la primera...
El día declinaba. El cielo resplandecía con toda la magnificencia de una puesta de sol admirable; yo comenzaba a sentirme rendido, pero el esplendor y grandiosidad del espectáculo me extasiaba en tal grado, que me hacía olvidar la fatiga producida por tan larga y penosa caminata.
Al llegar a la cima de la montaña y ante la perspectiva de escalar otra, exclamé, parándome en seco:
- ¿Te has vuelto loco o te estás burlando de mí?, ¿Dónde diablos queda tu sala de conciertos o lo que sea?
- Precisamente, acabamos de llegar. Ya estamos. Siéntate, calla y escucha.
Le obedecí, guardando silencio religioso. Al cabo de un buen rato, murmuró fervorosamente a mi oído:
- ¿Escuchas?
- No escucho nada – le respondí en voz muy baja.
Se encogió de hombros con lástima y continuó diciéndome, con tan baja voz que apenas alcanzaba a escucharle:
- Entonces, calla y continúa escuchando.
¿Se estaba burlando de mí? No podía soportarlo. Lo veía a mi lado, inmóvil, estático, sus ojos entrecerrados y en sus labios una sonrisa beatífica; cual si interiormente siguiese el ritmo de una inefable melodía que solamente él podía sentir. De vez en cuando, apenas sin mover los labios, le sentía murmurar, casi imperceptiblemente, con reprimido entusiasmo y fervor de iluminado:
- ¡Sublime! ¡Sublime... Celestial! ¡Divino... Esto es música!
Y, sin moverse en lo absoluto para mirarme, añadió:
- ¿Escuchas?... Es la Sinfonía del Silencio.
Y, era así, en efecto. Súbitamente, acababa de iniciarme en un sublime misterio. Un gozo paradisíaco, hasta entonces jamás sentido, invadía todo mi ser: cuerpo y alma.
Ahora, inmóvil como mi amigo, estático al igual que él, comprendía aquella música silenciosa, la saboreaba, dejaba que me acariciara, me dejaba abrazar y mecer por ella, permitiéndole: penetrarme, embriagarme, transportarme.
¿Quién cantaba allá?... El gran cantante, el gran instrumentista: ¡El Silencio!... Sí; mi amigo bien lo decía; aquello era música que cautivaba, que endulzaba, que adormecía, que calmaba, que curaba, que engrandecía, que sublimaba, que hacía olvidar y perdonar, que sumergía en una voluptuosidad suprema...

III

La noche, había caído completamente; nos envolvía la más absoluta oscuridad. Girando hacía mí, mi compañero me dijo, con acento de inefable melancolía:
- ¡Que armonía!... ¿No es cierto que un hombre no se cansaría nunca de sentirla?... ¡Lástima que sea forzoso volver al mundo, al ruido, a las discordancias!... ¡En fin, no hay más remedio!... ¡Cuando quieras!
Nos levantamos y emprendimos camino cuesta abajo, sin atrevernos a pronunciar una palabra, ávidos de gozar hasta la última nota de aquel silencio tan maravillosamente melódico y de aquella armonía tan maravillosamente silenciosa.
Solamente, llegado el momento de separarnos y estrecharnos efusivamente las manos, mi amigo me dijo:
- ¿Crees ahora, que es posible escuchar música sin necesidad de tener que soportar “dos” de pecho, chillidos, cornetines ni fiscornos, contrabajos ni timbales, bombos ni platillos?... ¿Comprendes ahora, la inmensa, la colosal distancia que hay de la Música al ruido?
Y, como si repentinamente de un sueño despertase, no supe que responder...

*
* *








EL VIENTO

I

Dando una zancada de gigante, el Viento tramontó la serranía, resbaló sobre la llanura y de repente se adentró en la ciudad.
Y, encontrándose allí, se dedicó a toda suerte de extravagancias; que habrían podido tomarse por travesuras de criatura mal educada o arranques de loco furioso.
Comenzó por hacer girar vertiginosamente las veletas de los campanarios, arrancándoles los chirridos más estridentes; continuó, en paseos y avenidas, desprendiendo las hojas de los árboles y apagando los faroles que se defendían heroicamente haciendo las más estrafalarias muecas; y, finalmente, le dio por empujar las puertas, golpear los ventanales, repicar los vidrios y forcejear para arrancar los avisos* de los barberos y otros carteles colgantes en tiendas y balcones.
Obstinado en entrar a las habitaciones de los humanos y encontrándolas todas cerradas, se filtró por las rendijas de las puertas y ventanas. Quiera que no, a fuerza de empujones y violencia, consiguió introducirse en todo lugar haciendo de las suyas: aquí, sopló la llama de la lámpara que velaba al costado de la cama de un enfermo; allá, puso su garra sobre el montón de papeles escritos que un poeta había dejado sobre su mesa de trabajo y, levantándolos uno por uno o de dos en dos, los esparció por tierra obligándoles a bailar una desenfrenada zarabanda.
No obstante, no todas las bromas y picardías del Viento fueron tan inocentes como estas, toda vez que soplando con toda la fuerza de sus monstruosos pulmones por el cañón de una chimenea, arremetió sobre la alfombra del salón las últimas brazas que quedaban y lanzando algunas chispas contra unos cortinajes, provocó un incendio. Por esto he dicho que no todas sus malas acciones parecían travesuras de criatura mal educada, sino que muchas de ellas tenían todas las características de arranques de loco furioso.
Sea lo sea, lo cierto es que con sus resoplidos y rugidos, sus manotazos, saltos y volteretas, despertó y mantuvo despiertos, durante toda la noche a todos los habitantes de la ciudad, más o menos pacíficos, pero que habrían preferido dormir pacíficamente.

II

Al manifestarse en el horizonte la Aurora, como si fuese una madre que viene a regañar a una criatura rebelde o una enfermera que con una mirada aplaca las impetuosidades de un demente, el Viento se retiró avergonzado y fue a asentarse mansamente hacia el mar.
La Aurora, sonrió plácidamente y, separando los cortinajes de niebla que velaban discretamente el horizonte, dio paso al Sol.
- ¿Qué es esto? – exclamó con indignación el astro-rey paseando sus rutilantes miradas por encima de la ciudad -. ¡Aquel endemoniado ya ha hecho de las suyas!
Y, descubriendo al autor de tanta fechoría, abatido entre el roquedal de una isla, cansado, reventado, jadeante, le gritó con ira:
- ¡Y bien!: ¿estás satisfecho de tu obra, grandísimo salvaje? Ramas astilladas, vidrios hechos migajas, persianas arrancadas, papeles revueltos y desgarrados, montón de hojarasca, tejas fuera de conjunto, una gruesa capa de polvo y toda clase de detritus cubriéndolo todo... ¿A qué se debe todo esto? ¿A qué se debe? ¿Qué has ganado con todo este estropicio?
El malhechor, se excusó toscamente, invocando su misión de sanear la atmósfera de las ciudades impregnada de gérmenes de las más terribles enfermedades, olores malsanos, de gases irrespirables...
El Sol, le lanzó una mirada de desprecio y sin dignarse a añadir una sola palabra, prosiguió majestuosamente su luminosa ruta.

III

Habían transcurrido tres meses. El Viento, que dormía como un bienaventurado en un repliegue de montaña se despertó perezosamente, se restregó los ojos, estiró los brazos, se incorporó y extendió su mirada allí y allá, lejos, bien lejos, hasta el horizonte... y, ¿qué es lo que veían sus azorados ojos?
Sobre su testa, con todo esplendor, reinaba el Sol meridiano. Los campos estaban materialmente chamuscados: trigales esqueléticos declinaban tristemente sus cabezas resecas; los árboles frutales, requemados por el Sol, habían dejado caer toda la flor – arca maravillosa que debía proveer el fruto otoñal -; los rebaños balaban dolorosamente por los prados, convertidos en yermotes donde no verdeaba ni una brizna de hierba; los pajaritos iban cayendo muertos de hambre y de sed; las fuentes truncadas estaban, secos los arroyaderos y lo que había sido barro era ahora una superficie lisa que se agrietaba y rompía originando “cazoletas”, crepitando como la leña verde puesta al fuego. ¡Todo era muerte y desolación!
El Viento levantó sus ojos al cielo y dirigiéndose al Sol le gritó:
- ¿Y bien: estás contento de tu obra?... ¿A qué se debe todo esto? ¿Qué has ganado con semejante estropicio?... ¡No se escuchan sino quejas y lamentos; un coro de maldiciones se eleva hasta tu trono!... ¡Debes sentirte orgulloso, no es cierto?
- No debo explicaciones a nadie – contestó desdeñosamente el Sol -. Por algo soy Rey.
Y prosiguió, lanzando sobre la desventurada Tierra, haces de rayos abrasadores.
- Déjale quieto, hermano – murmuró la Lluvia, que estaba descansando, no muy lejos del Viento -. ¿No me condenan también a mí cuando inundo los campos y devasto poblados? ¡Y, no obstante, todos me imploran!... Bien dicen los hombres que: ¡Es más difícil ver la viga en el propio ojo que la paja en el ojo del vecino!...

*
* *

* Nota del Traductor:

Antiguamente, los llamados “cirujanos barberos” realizaban innumerables actividades: leían y contestaban cartas, eran “saca-muelas”, blanqueaban los dientes con aguafuerte y, además, practicaban sangrías. Al efecto, pedían al “paciente” que apretara fuertemente un poste; para hinchar las venas y facilitar la operación.
Para disimular las manchas de sangre, pintaban de rojo el poste; que, a manera de anuncio, se ubicaba a la entrada de la tienda envuelto con gasas blancas (de las que usaban para vendar los sangrados brazos). Desde entonces, este poste rojo y blanco, fue adoptado como símbolo del gremio: anuncio que podemos ver, en ocasiones girando, en algunas barberías.
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Premio al Mérito

I

Cuando el rey del país de los Gigantes creyó llegada la hora de pensar en buscar marido a su hija, deseando que su futuro yerno fuere digno heredero de una corona que tanto él como sus antepasados habían hecho la más temida y respetada, mandó a emitir unos llamados, mediante los cuales convocaba a sus súbditos a tomar parte en un concurso; cuyo premio sería, la mano de su hija, la princesa: premio que se concedería a quien llevase a feliz término el más extraordinario acto de fuerza.
(Cabe observar que en el país de los Gigantes la fuerza lo es todo; siendo realidad, que esto también suele suceder, en otros países que no son de Gigantes).

II

El día señalado para la prueba, se presentaron al palacio del rey tres pretendientes. Eran tres muchachotes altos como torres, fornidos como robles y dotados de una belleza casi divina. A cada paso que daban, la tierra temblaba bajo sus pies.
El rey, los recibió con las mayores muestras de admiración y entusiasmo – entusiasmo y admiración que compartió con él todo el pueblo congregado en torno al palacio -. Los hizo sentar a su mesa y levantó la copa a la salud del futuro vencedor; respondiendo ellos a sus palabras, levantando sus respectivas copas a la salud de la princesa.
El festín fue digno, en todo y por todo, del anfitrión y de sus huéspedes; prolongándose hasta altas horas de la noche. Cuando las mesas fueron retiradas, la luna llena resplandecía en lo más alto del firmamento.
- ¡Espléndida luna! – exclamó el rey.
- ¡Y, si está alta! – añadió la princesa - ¿Quién pudiese alcanzarle!...
El primer pretendiente sonrió y dijo desdeñosamente:
- ¿La veis?... Miradla bien, entonces.
Luego, tomando del suelo un terrón humedecido por el rocío de la noche y amasándolo en su inmensa mano, añadió:
- ¡Mirad bien!
Y, con toda la fuerza de su brazo, lanzó la gleba, que desapareció en el espacio. Y, al cabo de breves instantes: ¡Chiap!, se aplastó en plena cara de la luna. ¡Qué “lagartijada”!
Todo el mundo aplaudió frenéticamente y, la princesa, enrojeciendo como una amapola, saludó al héroe con una exquisita sonrisa. El pretendiente, como quien nada hubiese hecho, se inclinó respetuoso y volvió a sentarse, paseando por encima de la multitud una mirada arrogante, que parecía decir: “- ¡Así, se hace eso!”

III

- ¡Eso, nada! – dijo con desprecio el segundo de los pretendientes -. ¡Si os contenta poca cosa!... ¿Veis, allá arriba, aquella estrella tan brillante; que está mil millones de veces más lejos que la luna? Entonces, ¡miradla bien!
Y, tomó un guijarro que lanzó hacia la estrella.
El guijarro partió silbando y, de inmediato, se perdió de vista. Al cabo de breves instantes la estrella estallaba, convertida en mil chispas, desapareciendo para siempre.
De repente, creció el frenesí; el entusiasmo fue delirante. El propio rey, no pudo abstenerse de aplaudir y, la princesa, enrojeciendo aún más que antes, saludó al héroe con una graciosa y profunda reverencia.

IV

El tercer pretendiente, lanzó una carcajada homérica, exclamando con insolencia:
- ¡Pero si, todo esto, son juegos de niños! ¡Parece que no hubieseis visto jamás algo que valga la pena!... ¡Atención!
Súbitamente, le rodeó un solemne silencio; todos los ojos se clavaron en él, con estupor.
- ¿Veis, allá abajo, en aquella esquinita del cielo; tan lejos como la vista puede alcanzar? ¿Veis dos estrellas tan pequeñas que apenas se vislumbran y tan cercanas, entre si, que parecen tocarse?... Entonces bien, este guijarro pasará entremedio de las dos; sin tocar la una ni la otra.
Hizo dar al brazo tres o cuatro vueltas vertiginosas y lanzó el guijarro con tanta furia que no alcanzó a verse. La expectación era inmensa; no se sentía ni el vuelo de una mosca; todo el mundo aguantaba la respiración.
Al cabo de un rato, el héroe gritó con aire triunfal:
- ¡Ya ha pasado! ¡Y, mirad, ninguna de las dos estrellas ni siquiera ha parpadeado!... ¿A dónde ha ido a parar, solamente Dios lo sabe; si no es que aún corre, que yo pienso tiene para rato!
Aquello ya no fue frenesí, sino delirio, furiosa locura: ¡Aclamaciones y aplausos eran ensordecedores! El rey, trémulo de emoción, se levantó para abrazar al héroe y colocó en su hercúlea mano la delicada mano de la princesa, quien no pudo sino barbotear estas palabras:
- Os felicito... y me felicito.
Y, en el mismo lugar, fue proclamado el más forzudo y el más habilidoso de los gigantes; sin que nadie más se atreviese, desde aquel instante, a medirse con él. Su maravillosa proeza quedó en la memoria y en las lenguas de todos aquellos que habían tenido la inmensa fortuna de presenciarla; y, más tarde, inspiró los más grandes poemas y su efigie fue esculpida en mármol y fundida en bronce.
Únicamente, un sabio se atrevió a murmurar – pero, a solas y para si mismo:
- ¡Cuando todo el mundo lo dice, habrá de ser así...; pero, en honor a la verdad, yo no vi que lanzase la piedra!...
¿Cómo podía haberlo visto, ni él ni nadie, si el grandísimo pícaro se la guardó en la mano en lugar de lanzarla?

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Como he dicho, esto pasó en el país de los Gigantes; y, hay quien afirma que: a veces, también pasa en otros países.
Yo, no lo dudo; lo mismo hay que pagar para creerlo como para no creerlo.

*
* *







Apel.les Mestres
(Barcelona, 1854-1936)

Escritor y dibujante catalán.
Discípulo de Lorenzale y Martí Alsina, ilustró con sus dibujos, magníficamente y cultivando diversos géneros, una considerable colección de libros clásicos y modernos, entre los cuales destacan los Episodios nacionales de Pérez Galdós y el libro folclórico Tradicions (1895). Colaboró en esta vertiente en publicaciones como La Campana de Gràcia, El Globo, El Liberal, L’Esquella de la Torratxa, La Publicidad, etc. Alternó esta ocupación con la de escritor y poeta.
En 1875 publicó su primer volumen de versos, Avant!, y con las Fábules obtuvo al año siguiente el premio extraordinario del consistorio de los Juegos Florales. En esta labor poética fue un pre-modernista, y su actitud se situó entre el naturalismo y cierto romanticismo de corte nórdico; presentando nuevos intereses - entre el escepticismo y el realismo -, posteriormente desarrollados en toda su abundante producción.
De su obra en verso destacan Microcosmos (1876), Balades (1889), Cançons íntimes (1889), La garba (1891), Odes serenes (1893), Epigrames (1894), Idil.lis (1899-1900), Pom de cançons (1907), Semprevives (1922) y Darreras balades (1926). Sus poemas de espontaneidad emocional y lenguaje normal, sin arcaísmos, son cantos al pasado, a la juventud y al amor. De sus poemas narrativos, el más representativo es Liliana (1907).
De índole perdurable, es su colección de canciones; recogidas de la tradición popular, todas aptas para musicalizar.
Aunque perteneció a la generación “floralista” - fue proclamado “Maestro en el Arte de la Poesía” (1908) -, se insertó en la corriente modernista formando parte del grupo “L’Avenç” y fue redactor de “Catalunya Artística” (1899-1902), semanario de literatura, artes y teatro.
En la lírica, hay que citar también, su traducción del Intermezzo de Heine (1895) y la antología Poesia xinesa (1925), obra de pionero.
Como prosista cultivó la biografía, el género autobiográfico (Records i fantasies, 1906 e Història viscuda, 1929), el cuento infantil y popular reelaborado (La perera, 1908 y L’espasa, 1917).
Más tardía es su producción dramática (con la colaboración de músicos como E. Morera y E. Granados), que inició en 1901 con el estreno de La Rosons y Picarol, piezas breves afiliadas al modernismo y al cultivo de lo popular. Esta inspiración alcanzó su punto culminante en la versión teatral del poema Liliana (1911) y en La rondalla d’amor (1910). En su teatro poético, caracterizado por la fantasía y la preferencia otorgada a temas marinos, sobresalen Nit de Reis (1905), L’avi (1909), La Rosons (1915), La barca dels afligits (1916) y La barca vella (1927).
Otras piezas importantes son Gaziel (1906), La presentalla (1908), Els sense cor (1909), L’estiuet de Sant Martí y Niu d’àligues (1917).

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Biografía de referencia:
MESTRES, Apel.les – pàgina 2219
SALVAT 4 CATALÀ diccionari enciclopedic
(SALVAT EDITORES S.A., Barcelona, 1968).
Colección
CUATRO GATOS
EN LA BIBLIOTECA DE SANTA LUCÍA ®

Volumen 1:
LA CHICA DEL PATIO AZUL (1903)
Volumen 2:
SELECCIÓN DE CUENTOS
DE APEL.LES MESTRES (1854-1936)

Traducciones de:
© JESÚS MORET Y FERRER, 2001

Hecho el Depósito de Ley.
DEPÓSITO LEGAL: lf04120018002.A (Volumen 1)
lf04120018002.B (Volumen 2)
lf04120018002 (Colección)

ISBN: 980-328-771-0 (Volumen 1)
980-328-772-9 (Volumen 2)
980-328-770-2 (Colección)

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